Vacaciones con los abuelos
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Después del 6 de Enero, acostumbrábamos a ir a vacaciones a Derqui, a la quinta de los abuelos. Pasábamos allí todo el verano. Éramos tres, mis dos hermanos mayores y yo, además de otros tres primos. Cuatro varones y dos nenas acostumbrados a vivir en departamentos en la Capital y arrojados a la plena libertad de la que disponíamos en la quinta. ¡Pobres abuelos! Pasaban todo el año suspirando por los nietos y ahora en el verano nos tenían a todos juntos y ¡claro! no nos podían dominar.
Mis hermanos habían llevado sus flamantes bicicletas, regalo de los Reyes y mis primos también. El único que no tenía una bicicleta era yo. Los reyes no me premiaron ese año, porque, según mi madre, andaban cortos de fondos y yo no había sido un niño ejemplar.
Mis hermanos y mis primos paseaban en sus bicicletas por los alrededores e iban todos los días al “Bosque de los escritores” a escondidas, porque los abuelos nos habían prohibido acercarnos allí.
Yo me quedaba en la casa, leyendo a la sombra y charlando con los abuelos o jugando al ajedrez con Fedor, un ruso blanco que ayudaba a mi abuelo con los cultivos de la quinta. Un día en que aburrido, curioseaba en el inmenso galpón lleno de herramientas, fardos de pasto y bolsas de semillas, vi en el altillo del galpón, colgando de un gancho, una vieja bicicleta. Corrí a preguntarle a mi abuelo de quién era esa bicicleta.
- Es mi vieja bicicleta. Ya no funciona, porque es una bicicleta inglesa de la marca Raleigh con cambios en la masa y se trabó y no hay quien la pueda arreglar, ya que las bicicletas ahora tienen cambios con descarrilador de cadena y nadie conoce el sistema de cambios en la masa.
- ¿Me dejás probar si la puedo arreglar, abuelo?
- Te la regalo, si la quieres. Pero dudo que alguien pueda arreglarla.
Mi abuelo se imaginó que el arreglo de la bici me iba a tener ocupado y así no andaría detrás de él o de Fedor para jugar al ajedrez o para enloquecerlos a preguntas, en muchos casos difíciles de responder.
A pesar de mis diez años, sentía mucha curiosidad por la sexualidad y siempre ponía en aprietos al abuelo o al bueno de Fedor.
Según mi criterio, para arreglar la bici, lo primero que debería hacer era desarmar la masa y desbloquearla. Dos días me demoré en darme por vencido, porque la masa parecía una bola de óxido y no se veían tornillos ni nada que pudiera darme una idea de cómo abrirla.
No sé dónde había escuchado que la Coca-cola hacía milagros con los tornillos y aunque mis hermanos se burlaban de mí, durante tres días sacrifiqué el vaso de Coca que me correspondía al almuerzo, para volcarlo en la maldita masa de la bicicleta.
Al tercer día de tenerla en remojo con mis tres vasos de Coca-cola, más una botellita que me había dado mi abuela, a escondidas y luego de restregarla con una bolsa de arpillera, pude vislumbrar la cabeza de un tornillo. Por su ubicación logré encontrar tres más y después fue todo fácil. Antes de lograr abrirla, la masa se destrabó y al mover el pedal funcionaba correctamente. La Coca-cola había penetrado en su interior y había acabado con el óxido. Después una buena engrasada y la bici del abuelo, ahora mía, funcionaba perfectamente. Conseguir el dinero para unas cubiertas nuevas con sus respectivas cámaras fue más difícil. Pero mis padres enterados de mi hazaña mecánica y quizás arrepentidos de no haberme regalado una bici como a mis hermanos, me enviaron el dinero y al fin pude tenerla completa. A instancias de mi abuelita, mi abuelo accedió a pintarla de color verde que era la única pintura que tenían, porque era el color de las puertas, ventanas, portones y todo lo que era de metal en la quinta. Ahora que tenía una buena bicicleta, sólo me faltaba aprender a andar en ella. De eso se encargaron mis primos y mis hermanos.
Creo que fueron las mejores vacaciones de mi vida.
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