A los cincuenta años de casado se pueden decir tres cosas, o aguantaste a tu esposa mucho tiempo, o te aguantó ella, o es que se amaron toda la vida. El mío era el tercer caso. Debido a que mi amor ya me había sido útil, sentí la necesidad de tener que compartirlo con otra persona para que lo disfrutara como yo lo había hecho. Así que compré un globo, lo inflé bien grande con helio, metí todo mi amor allí dentro, salí a la terraza y lo solté. El viento se lo llevó instantáneamente, mi esposa que había visto lo que estaba haciendo, se puso a mi lado, tomó mi mano, y juntos vimos volar a mi amor.

Así fue como el globo empezó su recorrido. Pasó volando tres días seguidos entre árboles y edificios. Cada tanto golpeaba con una pared y cambiaba su camino. La gente lo veía pasar y se sonreía. En el quinto día de viaje, el globo se animó a entrar por una ventana, llegando así a una pequeña habitación bastante fría y pequeña. Se quedó allí golpeándose contra el techo cuando lentamente se abrió la puerta y entró un muchacho de unos veinte años. Agarró el globo, le ató un hilo a la parte de abajo y salió de su departamento. Caminó dos cuadras derecho hasta llegar a una plaza y allí buscó un lindo banco en donde se sentó a esperarla...

Ella se terminó de peinar, se pintó los labios y salió. Camino rumbó a la plaza, cuando estaba en la esquina de la misma lo vio sentado en un banco. Fue caminando hacia el joven, quien al verla, se paró inmediatamente y con una sonrisa en el rostro le regaló un globo, ella a cambio le dio un beso.