Habían transcurrido veinte minutos desde que volvió la luz y el aire acondicionado aún no surtía el efecto esperado. Los tubos fluorescentes no terminaban de estabilizarse y el ventilador de techo del centro del salón giraba sin causar ningún efecto.
“Carajo”, me dijo Casildo, mientras agarraba la franela del bolsillo trasero del pantalón “ombú” para secarse la frente, “¡seguro que se corta de vuelta!” La transpiración le bajaba de los sobacos por su camisa medio desabrochada, empapando su panza brillosa.
“¿Le puedo pedir un favor?”, me preguntó. Lo miré y asentí, nunca pude comprender por qué no me tuteaba, al fin y al cabo tenía 30 años más que yo.
“¿Me traería el escobillón que dejé en el baño?, tengo que limpiar todo este quilombo que dejaron sus compañeritos…”, y siguió, “pendejos de mierda, como no saben laburar sin compu se pusieron a morfar”.
El paisaje le daba la razón a Casildo. Apenas se cortó de luz todos abrieron los paquetes de galletitas, algunos aprovecharon el agua caliente de los termos y rearmaron el mate, lo que llevó, inevitablemente, a dejar un sinfín de miguitas, polvo y palitos en el piso.
“Gracias”, me dijo secamente cuando se lo entregué y empezó a barrer entre los escritorios. Era muy divertido escucharlo decir “permiisoooo” mientras avanzaba entre los tobillos con el escobillón haciendo punta.
En la sucursal todos los empleados habían cambiado su fachada formal por camisas arremangadas y corbatas flojas o, cabello recogido y amplios escotes.
El mal humor se contagiaba rápidamente, la cola de los clientes era cada vez más larga, las quejas aumentaban y algunos se animaban a alzar la voz.
Miguel - el tesorero del banco – trataba de explicar al gentío que, debido al corte de energía eléctrica, el mecanismo de relojería del tesoro aún no habilitaba su apertura. “Por favor señores, ¡un poco de paciencia!”, reclamó. Miguel miró a Casildo y le pidió alzando la voz, “hacéme el favor, andá a la cocina y decíle a Marta que traiga algo fresco para la gente que está esperando hace más de una hora”.
Casildo, ni lo miró, siguió barriendo como si nada.
“¡Casildo, dejá eso y andá de una buena vez!”, gritó Miguel.
Casildo se detuvo en seco, dejó de barrer y presuroso se dirigió a la cocina que estaba cruzando la zona de atención al público.
La fila de clientes se había transformado en una desprolija marea humana debido a la prolongada espera. A medida que la iba atravesando, Casildo susurraba: “permiisoooo”… “chas graaciasss”… Esquivó a un joven que abrazaba a su pareja y en ese preciso instante sonó un celular en medio de la gente. Todos giraron la cabeza en forma coordinada como en una coreografía de ballet. La señora – la culpable – comenzó a manotear la cartera y no acertaba el botón de la hebilla. En su desarticulado intento se agachó en demasía y perdió el equilibrio, cayó aparatosamente, terminando boca arriba con la cartera en el cuello. El celular no dejaba de sonar y el guardia la empezó a mirar.
Casildo, testigo privilegiado de la escena, extendió instintivamente su mano para ayudarla, pero no se percató que contaba con poco espacio a su alrededor. El escobillón blandido como una épica espada fue a dar en el ojo de un gordo de la fila, derribándolo. Las risotadas de la gente no hicieron más que exacerbar los ánimos del damnificado. “¡La puta que te parió!” le gritó a Casildo. “¡Qué carajo hacés!”.
Casildo no entendía que había pasado. Estaba concentrado en ayudar a la señora – aún con la mano extendida - y no se había dado cuenta de nada hasta que escuchó el insulto. Atinó a gritar “¡qué!”, girando la cabeza justo cuando un puño cerrado dio en su mandíbula desparramándolo por al piso.
La gente se apartó, el guardia, paralizado, no atinó a intervenir.
El celular seguía con su melodía pero a nadie pareció importarle más.
Casildo se irguió como pudo y se lanzó sobre la humanidad del gordo con un aullido que inundó el salón. A punto de ser atrapado, el gordo, en una desesperada maniobra, se corrió y Casildo volvió a caer, estrellando nariz y boca en la pata de un escritorio. Se levantó ensangrentado, le clavó los ojos y arrancó como un toro en una corrida de España. El gordo esta vez lo enfrentó.
La gente se apartó aún más, dejando la escena librada a los gladiadores. Los dos bólidos colisionaron y cayeron aparatosamente. Ambos pujaban por levantarse, tambalearon abrazados y fueron a dar a una vitrina espejada que contenía las fotos y placas conmemorativas de los funcionarios del banco. La vitrina cedió ante el peso y se estrelló salpicando todo con una lluvia de vidrios y metales.
El gordo, atontado, ya no se pudo levantar.
Casildo aprovechó el momento y - con los ojos inyectados - buscó en el piso hasta que encontró un pedazo enorme de los restos del vidrio espejado. Un alarido brotó de sus entrañas, le apuntó al centro del vidrio, le pegó un puñetazo, como si fuera un martillo, partiéndolo a la mitad, se hizo del puñal tan deseado.
|