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En este trabajo tenía que escribir sobre mí, narrándolo en tercera persona omnisciente. Para ello decidí introducirme en una historia junto al peculiar personaje de Juanillo, protagonista de dos de mis anteriores cuentos. No es necesario recordar que hablamos de pura ficción.




La invitación de Juanillo



Sonó el teléfono nada más quedarse dormido. Se levantó a trompicones y descolgó, sin esconder su enfado.

—¡¿Quién es?!

—¡Cuentón! ¡¿Pasha?, Pisha! ¿No tabré jodío la siesta?

—¿Qué tal, Juanillo? —disimuló, mientras recuperaba la sonrisa— No, no, estaba con el ordenador.

—Apunta esta referencia: LCT01092012. El viernes a las cuatro de la tarde coges el tren del alta velocidad en Atocha y das ese número. Tasacaó Ana un billete por la güeb. Pasas el fin de semana con nosotros. Invéntate una excusa pa la parienta, que pa eso eres escritor. Sólo tenemos sitio pa uno. Cuando tengamos una casa más grande os venís todos.

Cuentón se trasladó a Sevilla, donde le esperaba la pareja en la estación de Santa Justa.

El matrimonio recordaba gratamente los meses que pasaron en Madrid, invitados por el cuentista. Ana había conseguido a su vuelta un buen puesto en una consultoría que les permitía vivir desahogadamente, por lo que decidieron agradecérselo a su progenitor.

Lo que quedaba de día transcurrió apacible. Ana, verdadera esencia de la velada, más elegante que nunca, segregando una cautivadora fragancia parisina, preparó un delicioso ágape, que amenizó con un interesante jazz con tintes andalusíes. Cuentón durmió esa noche en una pequeña cama, en el cuartito de estar.

El sábado despertó con unos calentitos –como llaman los sevillanos a los churros- en el Arco del Postigo, empapados en chocolate. Ana, haciendo uso de su sagacidad, prefirió permanecer ajena a la reunión entre personaje y mentor y se despidió después del desayuno.

A partir de ese momento, empezó la peregrinación. Juanillo se presentó orgulloso con su creador ante sus numerosos amigos: la mayoría, propietarios de bares; los otros, simples camareros.

Comenzaron por los aledaños de la catedral y siguieron por el barrio de Santa Cruz. Visitaron los locales de El Arenal. Cruzaron el Guadalquivir para llegar a Los Remedios, subiendo después hasta las tabernas de Triana. Tapearon en la Alameda de Hércules y, ya casi de noche, descansaron en “La Macarena”, el bar favorito de Juanillo.

Éste estaba eufórico, pero Cuentón casi no se tenía en pie, y eso que había consumido la cuarta parte que el sevillano y había intercalado cafés, mostos sin alcohol y tónicas. Juan ya le advirtió de que acabaría perjudicado con tanta guarrería.

Mientras saboreaban marisco del Atlántico, charlaron de diferentes asuntos, llegando a sondear en materia más íntima.

—Bueno, Cuentón, ¿qué te parece Ana?

—Me parece una mujer estupenda. Puedes considerarte afortunado.

—Pues si que lo soy. Pero gracias a ti. Me hiciste un regalo que no me merezco. Es mil veces mejor que yo.

—No hace falta exagerar. Como te engendré así como eres, ya sabes a lo que me refiero, decidí compensarte de alguna forma.

—Digo que… si quieres… yo te la presto esta noche. Contigo no me importa. No se la dejaría a nadie más que a ti. No creas. Pero he visto como te ponía ojitos. Y tú no dejabas de mirarla. Y, al fin y al cabo, también es algo tuyo.

—¡Pero qué dices¡ ¡Estás loco! Es tu esposa. Además tendría que ser ella quien lo decidiera. Tú eres su marido, Juan, no su dueño.

—Bueno, no te enfades. A ver si te crees que yo, cuando estuve en Madrid, no lo hice.

—¿Con mi mujer?— inquirió alarmado Cuentón.

—Eso es sagrado. Ni aunque me lo pidiera. Pero la morena del bar del centro cultural… Menuda hembra.

—¿Os acostasteis?

—Porque no insistí, pero si me lo hubiera propuesto… Y las chicas del taller de relato, estarás conmigo en que están paerramarlaspapas con shoco en el ombligo y comértelo to a lametones.

Dejaron la taberna y pasaron a los tablaos flamencos. Y en ellos, los destilados, hasta que llegó un momento en que el cuentista perdió toda noción.

—¡Señor, señor!— le agitaba el hombro una azafata del tren AVE, que no podía disimular su desagrado—. Ya hemos llegado a Madrid. Despierte. Esa que está tirada debe ser su maleta. Ya no queda nadie más en el tren.

Cuentón sintió repugnancia de sí mismo. El aturdimiento, unido a la mezcla de sudor, alcohol y perfume francés que embadurnaba su ropa, favoreció el depósito de un desagradable obsequio en el suelo del vagón, ante la mirada de odio y asco de la empleada ferroviaria, que casi se cae al retroceder unos pasos para que no le salpicara el calzado.



Pueden seguir mis peripecias como aprendiz de cuentista en mi blog 'Los cuentos tontos'.
http://loscuentostontos.blogspot.com.es

Texto agregado el 23-07-2015, y leído por 85 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-07-2015 A favoritos. ivanoski
 
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