Hoy era su día de suerte.
Aquella herida rebelde que cruzaba su espalda, parecía haber dejado de supurar, y comenzaba a sanar lentamente.
El sol había estado delicioso.
A las 8.45, como todos los días, ya estaba pegado a los barrotes.
Con el ojo sano cerrado, levantando las cadenas, esperando ese tibio y fugaz rayito de vida.
¡Fueron tres minutos muy plenos!
Hacía tiempo no corría tanta baba por su pecho: debería controlar su sonrisa.
Luego la comida: hoy las cáscaras de naranja estaban bastante limpias de cenizas de cigarrillo, y hasta sostenían trozos de pulpa, y algún que otro gustoso gusanito.
Sabroso y nutritivo: ¿qué más podía pedir?
Quizás hoy, verdaderamente fuera su día de suerte.
Por eso, en cuanto escuchó chirriar los goznes de la puerta, se agazapó debajo de la escalera.
Quizás hoy sí pudiera alcanzar el cuello de su padre y desnucarlo...