El tangazo resonaba en todo el taller, la radio apoyada en un cajón de manzanas acompañaba a la cocinita a garrafa donde se calentaba la pava. El sol comenzaba a filtrarse por la única ventana limpia y Valdemar tiraba aserrín a diestra y siniestra. Las manchas de aceite y grasa se combinaban con el olor acre del ambiente, mientras el Varón del Tango imponía su presencia con su vozarrón: “Araca, París... Salute, París... Raja de Montmartre; piantate, infeliz... Araca, París... Salute, París... Franchutas cancheras que vas a engrupir”, corrían los 70, Lanusse nos decía que teníamos que hacer.
Valdemar agarró el lampazo y miró a La Coca colgada en la pared en su exuberante bikini a lunares negros sentada en el convertible rojo y suspiró - bueno Valde, los lunes son así -.
¿En qué estaría pensando mientras le daba al trapo ida y vuelta?
Ayer en la cancha no le fue bien. Boca no podía empatarlo, Valdemar ya no tenía voz de tanto gritar y fumar. Lo miró resignado a su hijo y le dijo “No lo empatamos más”.
Valdemar iba a la cancha desde los cuatro años, siempre de la mano de su tío – Don Enrique -. La ceremonia de los domingos siempre terminaba con una grande de muzza con fainá a lo del tano Pietro. Valdemar perdió a su papá muy temprano y su tío supo en ese momento que agrandaba su familia, el varón que nunca tuvo. Cuando Valdemar empezó a flaquear en la secundaria nadie lo dudó. Entró de aprendiz al taller mecánico y en menos de un año ya le había agarrado la mano al oficio.
Valdemar recordó el frío que hacía en la tribuna. Boca perdía sin remedio, pero faltando apenas dos minutos sucedió lo increíble, ¡penal para Boca! Savoy un crack según los entendidos, pero amargo para otros, se paró delante de la pelota muy confiado. En el arco estaba ni más ni menos que Santoro, ganador de mil copas. La bombobera enmudeció, sonó el pitazo. Los zurdos patean siempre cruzado le dijo a su hijo. Pero Savoy cambió, seguramente después de tantos años jugando con la casaca roja conocía muy bien a Santoro y cambió. Con un chanfle perfecto la tiró junto al palo derecho pero el gran Miguel Angel saltando como un gato la sacó al córner.
- Puta madre, murmuró Valdemar, mientras seguía con el lampazo y Julio Sosa insistía:
“Tiré la bronca y, guapo, pa' darme corte, un tortazo en su ñata se le incrustó...
Comisaría, jueces y el pasaporte, y terminó mi vida de gigoló.”
Valdemar repetía… “mi vida…. gigolooo…..”.
Don Enrique llegaba siempre después del mediodía, le había dado casi cincuenta años de su vida al taller y ahora con setenta y siete solo iba a tomar mate y hacerles compañía a los muchachos. Lo había abierto con su papá allá por el 29 en la calle Palos al 900 a una cuadra de la Vuelta de Rocha, cuando algunos pocos autos andaban por Buenos Aires.
Al principio hacían de todo, tornería de piezas, soldadura general, pintura, gomería y mecánica ligera. A medida que fueron creciendo se inclinaron de lleno a la mecánica y hasta construyeron un auto de carrera que probó el mismísimo Froilán González, era una cupecita Chevrolet del 50 con motor de 8 cilindros en línea, la llamaron “La Trompita”, nombre que finalmente quedó como apodo del taller.
Cuando Valdemar tuvo su primer hijo Don Enrique le propuso que se hiciera cargo del taller. A partir de ese momento Don Enrique iba solamente a la oficina que quedaba en el cuartito de arriba y se quedaba un par de horas.
Una tarde de invierno, veinte años atrás, manipulando un carburador lleno de grasa en la mano, se cayó en la fosa partiéndose la rodilla derecha. Algunos dicen que estaba trabajando con algunas copas de más, otros, que fue un vecino de la otra cuadra que lo arrojó cuando su esposa le confesó lo que siempre había sospechado entre Enrique y ella. Los días húmedos, el bastón y la cojera permanente no le permitían olvidar.
El día transcurría entre tangos, medialunas y mate amargo.
A media tarde, caminando entre los autos, Don Enrique se desvaneció. Tirado en el piso, con su mano derecha aferrada al bastón, apenas podía respirar. La ambulancia no llegaba y Valdemar lloraba sin consuelo.
Don Enrique logró despertarse y pareció sonreírle aliviado.
La radio - implacable - devolvía al gran Carlitos:
“Callecita de mi barrio,
Para todos siempre amiga,
La luz del centro me obliga
A dejarte para mi mal;
Pero antes de la partida,
Y al campanearte serena,
Me voy llorando de pena
Cortada mía del arrabal”
Valdemar trataba de apartar la melodía de su cabeza mientras resonaban en sus oídos las palabras de su amigo...
- Ya está Valdemar, ya está, tengo ganas de ver la jeta de Dios.
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