Había una vez una ratita que se llamaba Catalina, pero le decían Cata.
Cata amaba la libertad.
Le gustaba correr por el pasto cuesta abajo. Como loca corría.
Y si se tropezaba seguía rodando, daba hasta veinticinco vueltas carneros. Nada la detenía.
Su papá le preguntaba:
—Cata, linda, ¿por qué no te quedás tranquila en tu cuevita como las otras ratitas? Fijate que afuera está lleno de dinosaurios que te pueden comer.
Pero por suerte era muy chiquita y los dinosaurios no la podían ver.
Un día pasó algo terrible.
Un meteorito enorme estalló contra la Tierra con toda su fuerza. Una inmensa nube de polvo lo cubrió todo. No había ni aire ni sol, ni cielo ni tierra, ni arriba ni abajo, ni atrás ni adelante. Todo se confundía dentro de una nube de polvo gris.
Ese día Cata se había alejado mucho de su cueva. Mareada y aturdida corrió sin rumbo hasta que oyó que sus papás la llamaban y así pudo encontrar el camino de regreso.
En su casa Cata se acurrucó calentita junto a su familia y se durmió.
Cada tanto, sin abrir los ojos siquiera, estiraba el hocico, olfateaba una arveja, la comía y se acomodaba hecha un ovillo junto a las demás.
Pasaron así tanto tiempo que casi no se podía contar.
Lejos de allí, en otra cueva, dormía otro manojo de ratitas. Juaco primero movió los bigotes, seguramente buscando otra semilla de girasol para comer y seguir durmiendo. Pero algo lo hizo parpadear. Estiró una pata, la otra y bostezó.
Lentamente se acercó a la puerta para ver el sol.
Pero cuando se asomó vio todo patas para arriba.
El pasto había desaparecido. El suelo estaba completamente cubierto por una alfombra de polvo gris. Los árboles no tenían hojas. Y el sol brillaba en un cielo muy azul en un paisaje completamente distinto. Todo había cambiado.
Juaco empezó a caminar con temor, pero como vio que los dinosaurios no lo perseguían se tranquilizó. Solo quedaban los esqueletos sobre el polvo.
Tenía hambre y no había nada para comer.
LLegó a la entrada de una cueva. Adentro estaba oscura. Pero como Juaco era muy valiente, entró y le pareció ver un montoncito de ratitas durmiendo. Miró mejor para ver si no se había equivocado y ¡¿qué vio?!...
¡A Cata! La más linda de todas, y se enamoró inmediatamente. Se acercó y tímidamente le dio un beso.
Cata abrió los ojos bien grandes, pero no se podía terminar de despertar. Cuando lo vio a Juaco creyó que estaba soñando y como no sabía que decirle le regaló una arveja.
A Juaco la arveja le pareció riquísima y en agradecimiento le dio una semilla de girasol que llevaba en el bolsillo. Y a Cata le encantó.
Así se fueron haciendo amigos.
Juaco siempre le traía semillas de girasol. Y cuando Cata fue a la cueva de Juaco les llevó arvejas a las otras ratitas.
Tanto ir y venir, las ratitas se fueron casando unas con las otras y formaron un gran pueblo.
Juaco y Cata fueron los jefes de la manada y tuvieron un montón de hijos valientes como el papá y deportistas como su mamá. Fabulosos en las carreras de trineo que hacían sobre el polvo gris.
Como no tenían enemigos, las ratitas se convirtieron en las dueñas de la Tierra por un tiempo bastante largo...
Bueno, hasta que llegamos nosotros.
Autor: María Mercedes Córdoba
Buenos Aires- Argentina
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