Ella me quiere mucho.
Y yo sé bien que la quiero mucho.
Está clarísimo que nos queremos.
De esa forma sana y divertida en que se pueden querer dos personas que, después de tantos años, han llegado a conocerse a tal extremo que se detectan pequeñas actitudes, esos cambios de humor casi imperceptibles, esos gestos que nos impulsan a tomar el teléfono y respetuosamente, sutilmente, preguntarnos: "¿Estás bien?", en ese momento justo en el cual la pregunta era necesaria y esperada.
Es lógico: somos adultos y nos comportamos como los adultos deben comportarse.
Pero debo admitir que aun hoy vive dentro de mí un niño, inocente, curioso, soñador.
Un niño que desea preguntar: "¿Hasta dónde me querés?".
Esperando esa mágica respuesta: "¡Hasta el cielo!".
Y me muero de ganas por saber si a ella le sucede algo parecido... O son sólo cosas mías.