A ver cómo le explicaba yo a aquel hombre que no había propósito injurioso en mi conducta. Que había puesto el intermitente y tomado la dirección sin ánimo insolente alguno.
Pero era imposible de convencerle, tanto a él como a su señora: que también veía malas artes, se veía, en la manera que yo tenía de manejar el vehículo.
Que había establecido un diapasón con el intermitente por el que me había acordado escatológicamente de su señora madre.
No hubo manera de sacarlos de aquello ante la mirada atónita del municipal que no sabía si tomárselo en serio o a broma.
Pero por mucho que juré y perjuré no pude sacarles de la idea. A todo esto el policía y mientras se rascaba la cabeza, trataba de tomar nota en una libreta del contenido de mi supuesto infundio.
- Y qué ha dicho con el reflectante( preguntaba).
- Que se ha acordado de la señora madre de mi esposa.
Pero de qué manera, decía finalmente el urbano ya un tanto irritado.
- De la manera en que se cagaba, vamos( terminó el viejo).

No venía en los reglamentos tal modalidad insultiva- decía-, pero hizo el atestado, con las palabras mágicas de: ya luego el juez que decida.

El mundo por entonces estaba tan crispado que tenía cabida en él cualquier modalidad sinapística. Se ve que el tiempo había ido amasando la paranoia. Al calor de las envidias todo el mundo creía ver en el más pequeño gesto flagrantes ataques a su autoestima.
Y era cierto. La vieja a mi paso no sé qué había mascullado de la manera en que se le entreveía al poder leerle sus labios. Y uno, con la cadencia del intermitente se había acordado de sus difuntos. La locura generalizada hizo el resto.
Se avecindaban tiempos de soledad, recuerdo que pensé, mientras declaraba en el juzgado.
Tiempos de soledad de muchos años, de cien años o más, de cien años y pico.