En las hermosas playas de Acapulco, Lucifer y su ayudante Astaroth —duque infernal— tenían una diabólica conversación.
—Hay algunas humanas apetecibles —dijo el duque, mientras observaba con lasciva mirada a una hermosa norteamericana con un diminuto bikini y en topless— me disfrazaré de lanchero para pasar una noche de desenfreno con ella.
—Allá tú, a mi me aburre tanta lujuria — comentó Luci.
—No me explico maestro supremo, que ya no usemos los métodos tradicionales como los fuegos sulfurados, los rudimentarios instrumentos de tortura medievales, las calderas humeantes de pez y crearles tremendos remordimientos a los humanos —se quejó el ayudante mefistofélico, mientras se deleitaba bebiendo un coco con ginebra.
—No seas anticuado, la modernidad luciferina se llama internet, Netflix, bodas gay, consumismo, dólar, comida chatarra pero sabrosa, obesidad y un largo etcétera.
—Pero, ¿por qué duplicas muchos paraísos como esta ribera de finísima arena? Mira: un feliz mortal pasea con su amada. Cree estar en el cielo.
—Es cierto, pero habrá para tu gusto una insignificante modificación: latas vacías de coca-cola, bolsas de patatas fritas y otras cosillas. Lo que falta de infierno, mi malévolo duque, lo añadirá un hombre o una mujer o los dos, ya que ambos son igual de necios y tarados.
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