Mi hijo tenía cuatro años cuando un día dijo que estaba enojado y que se iba de la casa adonde su abuelita. Su madre, ni corta ni perezosa, partió corriendo a su habitación, echó sus pocas pilchitas y sus juguetes en dos bolsas de plástico y luego se las entregó al pequeño:
-Listo joven, aquí está todo lo suyo. Puede irse cuando guste.
Y abriendo la puerta, le dio la mano –Ha sido un placer- y le permitió salir. Yo contemplaba la escena, divertido, pero cuando la puerta se cerró detrás del diminuto viajero, se me encogió el corazón. Nos acercamos subrepticiamente a otear al rebelde y lo sorprendimos haciendo pucheros mientras apretaba su equipaje con sus manitas regordetas. Allí mismo nos derrumbamos todos y el llanto salió espontáneo. Nos abrazamos con recogimiento y desde entonces, no se porqué, pero nunca más nuestro hijo ha amenazado con irse de la casa…