La invitaría a un café antes del amanecer, abriría sus ojos con mi insomnio de manera silenciosa para no levantarla aún, la despertaría con un golpeteo de mi corazón pronunciando su nombre. Sonreiría mi sonrisa en la suya con tal de verla feliz. Le leería con mis ojos el poema del día, ese que he de escribirle todos los días del resto de mis días. La extorsionaría con un suspiro haciéndole creer que muero. Escondería el sol para que tardase un poco en iluminarle su rostro y lo taparía con mi mano para que la noche de la madrugada se hiciera eterna. Le tomaría su hermosa mano para dibujar en ella ese cielo escondido entre su oído y mi letra, y moriría todas mis muertes posibles e imposibles con tal de merecerlo con cada respiro. Le entregaría mis miedos para que los durmiese como sólo usted sabe hacerlo y le volvería a cerrar sus ojos haciendo mi cómplice a la luna rojiza para hacerle creer que la noche está despierta y el día aún no ha abierto sus ojos; y la dejaría dormir todo el tiempo que desease o no desease. Le cambiaría su reloj normal por un reloj con fiaca para que al despertar sus ojos la engañasen y le hiciesen creer que el día apenas empieza, y no le diría nunca que sólo quiero que este día durase un poco más de lo debido; y sin querer dejarla, la dejo sin hacerlo. Me levantaría a prepararle el desayuno de manera silenciosa para no interrumpir bruscamente sus sueños. Mi desayuno para usted sería el comienzo de la lectura de un buen libro al lado de la vajilla que contendría un jugo casi helado, unos huevos mal preparados y unos panes, más que tostados, algo quemados por mi descuido; aunque la verdad es que me descuidaría en más de una ocasión por tener la dicha, los ojos de mi corazón, de verla tan sólo dormir y moverse como suele hacerlo cuando la muerte la visita por las noches y la resucita con cada amanecer; pero esa, la causa de mi descuido, usted no la sabría, y nunca se la diría; y todo eso se lo compensaría con una escueta y pobre frase poemática, escrita por las letras de mi corazón, que habría de dejarle adherida a un trozo de papel en la página doce del libro que acabaría de abrir; y lo abriría, y podría predecirlo y presentirlo, con la única intensión de encontrar algo mío en él, de hallar ese trozo de papel que esperaría le robe al menos esa sonrisa que sería mía. La invitaría a no bañarnos para no perder tiempo y aprovechar así las milésimas de segundos que nos esperarían sólo a usted y a mí para que las deglutiéremos. Le tomaría nuevamente la mano, pero esta vez con la intención de salir juntas, correr por la calle y protegerla para que nada le pase. Nos dejaríamos llevar por el viento, usted volando con sus alitas y yo sin rozar el suelo con mis pies. La invitaría a descansar en alguna plaza, a tirarnos sobre la hierba y a que se ría de mí. Y a la hora del almuerzo, la hora que marca su reloj con fiaca, comiésemos una buena dosis de poemas, de mis poemas para usted hasta que le quemasen las neuronas, y de postre la invitaría a un helado, preferiblemente de chocolate granizado y cerezas. Miraría su reloj y caería en la cuenta de que se le va haciendo tarde para el trabajo, sin saber que ya es demasiado tarde para darse cuenta de ello. Notaría que el cielo no coincide con la hora dada por su reloj, y tal vez pensaría que ha sido un día extraño y largo. Regresaría con la firme intención de marcharse, y yo, con la firme intención de impedir que lo hiciese. Lucharía por irse y cumplir con su jornada laberíntica; pero la convencería hasta el cansancio de evocar una mentirita para que prescindiesen de usted por un día; y entre su indecisión y mi decisión pasaría el tiempo en su reloj con fiaca y se daría cuenta de que ya sería tarde hasta para llamar y evocar esa mentirita. Miraría nuevamente su reloj mientras yo notaría cómo la luna que esconde bajo su piel va saliendo cuidadosamente sin que usted se dé cuenta; me sonreiría, me guiñaría un ojo y se elevaría al cielo para marcar el comienzo de la noche mientras su reloj, aún con fiaca, marcaría una hora en la que el sol debería mostrarse en todo su esplendor. Y mientras afuera ya caería la noche, a usted y a mí el sol aún nos miraría desde el cielo. Se enojaría conmigo muy seguramente, pero ya sabría también, muy seguramente, que me importaría un pito su enojo; y a manera de disculpa dejaría que robe, una vez más, mi vergüenza, y cantaría y tocaría para usted con el único objetivo de ver en sus labios sonreír una carcajada y pintar en su rostro un sonrojo escarlata. Y mientras afuera ya sería sábado, para usted y para mí el viernes no se habría ido a dormir todavía. Y la cena, esa que se debatiría entre su mirada y la mía, entre su poema y mi cuento, la acompañaríamos de signos de interrogación, de guiones que unen en lugar de separar, de paréntesis liberados, de puntos seguidos en lugar de finales, de comas en lugar de puntos y comas para que no haya término medio. Y así, entre mi ortografía y su gramática, caería la noche en su reloj, y mientras a usted le iría venciendo el sueño, a mí el insomnio me mantendría con los ojos abiertos con la firme intención de verla cerrar los suyos y no descuidarme cuando los abra. Se dormiría, entonces, y yo, en medio del audible silencio golpearía la puerta de su corazón para velar con él mientras mis sueños, mis neuronas, mis pensamientos, mi sed de usted, todo mi ser, caminarían lentamente hasta sus sueños y se filtrarían en ellos, cual claro de luna ante el sol de medianoche, para no dejar de habitar nunca en su memoria… Y al despertar usted, conmigo aún velando en sus sueños y en su corazón, descubriría que ya es domingo, que el sábado dejó de existir y que su reloj apartó la fiaca de su lado. Ya sería domingo, y yo desearía, seguramente, que todos los días fuesen viernes, o incluso, que el viernes se hiciera eterno y que su reloj sufriese de fiaca para usted y para mí siempre los viernes. Así sería mi viernes con usted. |