- “¿Dónde está la infeliz?”, se preguntaba Manolo. Llevaba ya tres horas en la cafetería y, como siempre que estaba solo, no había tenido que atender a ningún cliente porque nadie se había asomado, como si él llevara la mala suerte consigo. Tenía miedo de que no fuera a aparecerse nadie en todo el día. Pero, honestamente, también tenía miedo de que llegara alguien y él tuviera que atenderlo por su cuenta. ¿Cómo podía todo depender tanto de una liliputiense?

Sabía que los dueños de la cafetería no estaban muy seguros de contratarlo a él como mesero porque ya tenían a Dora y ella, a pesar de su ínfima estatura, era todo lo que ellos siempre habían necesitado. Manolo estaba seguro de que había sido la opinión favorable de Dora la que persuadió finalmente a los dueños a darle una oportunidad hacía ya dos semanas. La primera semana se rotaron los turnos; pero luego ya fue innegable que la única manera de que el negocio realmente funcionara era teniendo a ambos al mismo tiempo. Si Dora estaba, funcionaba como un Maneki Neko (versión país latinoamericano subdesarrollado), atrayendo con su carisma tantísimos clientes que le daban al puesto de Manolo una razón de ser.

Ahora él estaba aquí a media cafetería, solo, sintiendo las gotitas de sudor que se acumulaban en su espalda.

Había empezado con todos los quehaceres pero no había podido concentrarse lo suficiente para terminar con ninguno. El trapeador estaba a medio camino, la mitad de los platos estaba sucia y la mitad de las tazas no había sido colocadas en su lugar. Si tan solo Manolo se hubiera aplicado, si se hubiera forzado a completar todo en el orden correspondiente, ya habría encontrado a Dora debajo de una de esas tazas, riéndose de la aflicción de su compañero.