Una vez en el recinto, corrió como loco hacia el claustro de los osos. Esas bestias eran sus animales favoritos. Había nuevas crías, y esa, era la primera vez que él veía unos osillos.
—¡Te los comes con los ojos! —le comentó el guardabosque.
Aquellos oseznos daban vueltas precipitadamente y la fatiga parecía presa de ellos. Bernardo no les quitaba la vista de encima y creyó leer algo en sus miradas lánguidas: ¡Sálvanos! Entretanto, los padres del pequeño se dirigían al santuario de las mariposas.
—¡Berni, vamos a mirar a las monarcas! —le sugirió su madre.
Pero el niño, con la cara pegada al barandal y sin perder de vista a los oseznos, se encogió de hombros.
—¡No quiero, esos bichos me dan miedo! —alegó el crío.
A sus padres se les ocurrió dejarlo por unos instantes. Después de todo, las mariposas estaban a metros de los plantígrados.
—Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarnos —concluyó Rodrigo.
De pronto, la mirada de Bernardo se clavó en uno de los árboles de las bestias, era un enorme enjambre que daba vueltas alrededor de la colmena. Repentinamente, aquellos bichos emprendieron contra los oseznos que, enloquecidamente, corrieron en círculos. La osa no se percató de lo que le ocurría a sus crías, y la gente presurosamente se retiraba del lugar. No obstante, Bernardo permaneció inmóvil por unos segundos, estaba próximo al cerco de cemento.
—¡Sálvanos! —creyó escuchar, y sin vacilar, trepó la valla para ir a rescatar a los oseznos. La luz cegadora del sol vespertino le hizo caer de bruces en la mazmorra.
—¡Un niño se cayó donde los osos! —gritó una mujer.
A la osa, súbitamente, le vino un ímpetu de voracidad bestial y se abalanzó sobre el chiquillo. Con cada zarpazo de la fiera, el cuerpo de Bernardo se bamboleaba violentamente. El niño gritó y aunque muchos le escucharon, era demasiado tarde. Al llegar al barandal, los padres del pequeño se encontraron con un mar de sangre y los gritos despavoridos de algunas mujeres. El padre vio lo que había sucedido, su hijo yacía inmóvil y se interpuso para detener a su mujer.
–¡No mires! –le dijo.
Pero Leonor alcanzó a ver a Bernardo en medio del charco de sangre, y solo consiguió aturdirse en umbroso sueño, mientras Rodrigo, ahogado en llanto, la sostenía con lividez de muerte. Nadie advirtió que el enjambre se alejaba y desaparecía lentamente en lontananza…
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