Uno.
El contexto en el que me muevo no es el más apropiado para estar al día en lo concerniente a lo que se cuece en los sofisticados ambientes capitalinos. Eso sí; contacto con la naturaleza sí tengo. Das cuatro pasos y tienes naturaleza. Se diría que la naturaleza te entra hasta el interior. Sé de algunas cosas. La filosofía más profunda me inunda de tan solitaria que se presenta mi existencia. Con el del bar- la fuerza junto a un servidor más viva de la población- hacemos veintitrés en la villa. Y digo villa y no aldea porque lo que hoy es un conjunto de casas abandonadas, o a lo sumo, con viejo dentro, fue una importante romana población; sede episcopal visigótica; lugar en definitiva de prosapia que no encaja, aunque seamos veintitrés, en los parámetros y catalogación de aldea. En definitiva: vivo en una ciudad de pocos vecinos. No son la variedad de asuntos nuestra riqueza principal. Aquí se debate sobre los principios del ser y hasta tal punto que lo restante queda totalmente enmascarado. Es tan cierto lo anterior que se ha desarrollado una empatía comunicacional que hace innecesarias las palabras. Utilizamos una especie de telepatía, o lenguaje de signos que es suficiente para copar lo que se ha venido en llamar necesidad comunicativa.
Se acuesta uno todas las noches con la sensación de haber hablado aunque no se haya intercambiado media palabra. Es una cosa sorprendente, que uno no había conocido hasta que se desplazó allí.
El mundo entonces es atípico, pienso a veces. Que lo real es lo que se da entre estas cuatro murallas. El debate entre el bien y el mal se está produciendo entre estas callejas y plazas solitarias. No estando claro, bien es verdad, el significado de tales palabras. El caso, sin embargo, es que hay oposición. Formas de ver la vida. Una el reverso de la otra en franca contraposición, sin posibilidad alguna de convivencia. Es entonces cuando se me olvida lo del Nobel- un chascarrillo que circula en la población; ya se contará. O mejor, cuando me veo investido de él sin necesidad de acudir a Estocolmo, cuando siento que estoy del lado correcto. Y es que todos estamos en la creencia de andar en el lado correcto.
De vez en cuando enterramos a algún vecino. Viene la ambulancia del samur a certificar la defunción. Los mayores tienen dispuesto un aparato electrónico que avisa al centro de salud del pueblo de al lado con una sola pulsación. Pero lo corriente es darse una vuelta por la plaza a modo de fe de vida diario. Cuando alguien falta, el del bar- Crescencio Plaza- o un servidor, nos echamos por su casa a dar una voz desde fuera. Los viernes por la tarde pasa consulta un médico. Achaques de la edad y sobre todo mucha soledad es lo que cura. O por lo menos lo intenta. La verdad es que la mayoría acude allí a hablar.
A modo de broma, sobre todo los hombres, me preguntan- saben que escribo- si los estoy retratando bien en mis escritos. Les he prometido una dedicatoria especial en la novela. De alguna manera intuyen que les estoy extrayendo la vida. Un proceso indoloro de vampirismo. Pero, por otro lado, uno paga sus impuestos, el ibi y demás gabelas allí en la villa. Con todos los derechos estoy instalado. De alguna manera les compenso con ser el único joven que puebla- junto al del bar- los alrededores. Creo que ver a alguien joven por allí les da seguridad. Ni más ni menos la que proporciona la potencialidad de haber alguien a quien poder pedir ayuda. Salvo Casimiro, que tiene una hija en Barcelona, nadie de los veinte restantes tiene descendencia. Los demás ancianos- que habrían de ser y que vienen en verano- están con los hijos repartidos por la geografía industrial española. Cuando acuden por el buen tiempo todo son efusiones al principio y, poco más tarde, envidia. Envidia provocada por los de fuera que no hacen más que encarecer sus condiciones y denigrar las del paisanaje de dentro.
Los de dentro me dicen que los retrate en la novela mal.
Dos.
La primera vez que acerté a pasar por aquí fue por pura casualidad. Me había perdido a propósito por aquellas carreteras secundarias no sé si para encontrarme a mí mismo o por cualquier otra, solapada, finalidad. En seguida me vi subyugado por la población. No me había sentido más tranquilo probablemente desde los tiempos del seno materno, cosa que no recuerdo con precisión pero que supongo, por pura lógica y demás.
La segunda ocasión fue como atraído por un canto de sirena, como dicen que subyugaba al propio Ulises- razón por la que se hizo amarrar al palo mayor.
En la calle se respiraba la paz.
Y me dejé llevar por aquel canto de sirena. Prejubilado por enfermedad no me quedaba otra que la de vivir entre el tráfago urbano o buscar un sitio tranquilo donde dedicarme a una incipiente pero firme afición literaria también cantosirenil.
Y aquí estoy, un obrero del metal, transfigurado en hombre de letras lo bastante poco convencional como para ser uno más en esta lista del censo tan escueta de veintitrés.
Ni que decir tiene que mi salud mejoró como por ensalmo. Al poco dejé el tabaco, el vino y el café. El aire limpio y las caminatas por el campo hicieron el resto. Creo que de no ser la jubilación definitiva podría plantearme volver a trabajar. Pero supondría renunciar a todo esto.
Llegué en invierno. La primera noche que pasé al fuego de una chimenea supe que sería difícil arrancarme de aquí. Me quedé dormido en una butaca cubierto por una ligera manta e hipnotizado por la llama del hogar. Cuando empecé a notar el frío era ya de día, de lo que daban testimonio los últimos rescoldos del fogón. Aquella noche tuve sueños, como creo que pasa siempre, pero que esta vez recordé, como no hacía desde mucho tiempo atrás.
Tres.
La calle principal ostentaba el título, timbre y honor de haber dado en tiempos un cardenal y cinco obispos. Venía en el libro de su historia. Habían sido tiempos visigóticos en los que el cristianismo aún no era arma arrojadiza contra nadie que profesara distinta fe. O lo era de una manera más inocente y simplista, cuando aún significaba la defensa de una persona inocente contra los agresores, al modo con que se defiende a un familiar de una agresión injusta exterior.
Estaba uno en estas cábalas cuando marcó el Atlético de Madrid.
No habían transcurrido ni tres segundos cuando anuló el árbitro el gol. El principio de una debacle histórica. Salimos del bar del Casi- Crescencio Plaza, al que no sé por qué llamaban Casi- contritos y desarmados. En la plaza, junto a la encrucijada de antes de los árabes, y previa salida cada cual templando gaitas para su casa, nos juramentamos para otra ocasión.
No se me quitaba, sin embargo, la sensación de tener un tanto de culpa yo en aquella derrota. Analicé uno por uno los movimientos de aquel día: algún error que se comunicara astralmente, y no hallé, sin embargo, la razón.
Nos replegamos como una concha- el Ausencio y quien escribe: los más salientes forofos del equipo- y hasta otro día, a dormir.
Esto no podía quedar así, parece que nos comunicamos telepáticamente, antes de despedirnos.
Pero como no hay mal que por bien no venga pensé en sacar algún tipo de rédito de la situación. Ya se me ocurriría algo, me consolé antes de tomar aquella noche la piltra. Entre esta y otras divagaciones evanescentes cogí poco a poco el sueño.
Cuatro.
Hoy el cura no aparece ni los domingos, en esta seo olvidada que verá tragársela el tiempo, con lo que vivimos en pecado en la población, por razones administrativas más que de otra índole, pues poca ocasión y motivo hay de hacerlo en estos andurriales de otra manera.
El caso es el anterior, desasistidos como estamos de guía espiritual. En definitiva, que vamos directos a algún limbo expiatorio si sobreviene la muerte, por falta de confesión. En realidad poco nos importa el asunto a la mayoría de los concurrentes, salvo a la señora Eufemia que teme sucumbir en pecado mortal. Una posibilidad más teórica que real, pues ya se señaló que las ocasiones eran poco propicias para hacer acopio de cualquier tara moral susceptible de confesión. Por las fiestas durante el verano se celebran oficios en honor a la patrona.
Ni que decir tiene que de haberlo habría de ser el cura el rector principal de nuestra vida en la población. Tenemos ayuntamiento pedáneo, carecemos de escuela- como es fácil adivinar- y el médico asoma, como se indicó, por las tardes de los viernes un par de horas.
Durante mucho tiempo, como en años visigodos, y hasta que desaparecieron los oficios, el pueblo ha estado a merced de los designios de la iglesia. El último cura fue Don Cristóforo que dejó de serlo por el hecho biológico por excelencia que es la muerte. Murió como se suele decir pie al cañón y con las botas puestas. Empezó entonces una etapa de transición que consistió básicamente en la espera de un nuevo cura que se les había prometido desde el obispado- yo aún no vivía en la población- y a cuya ausencia hubo de resignarse la gente con el tiempo (salvo Doña Eufemia, que tiene una fe ciega en su aparición a modo de Cristo resucitado). Hoy constituye una especie de mito, algo sobre lo que la gente habla cuando no tiene cosa mejor que hablar.
Cuando uno desembarcó años ha- así como cinco- fue confundido con el prelado en cuestión. Causó un poco de extrañeza- ya desde el principio- que no portara ropa talar alguna. Hizo falta poco tiempo para sacarles del error. Durante algún tiempo, sin embargo, yo era una especie de cura laico que atendía las demandas y peticiones de consejo que por diferentes lados se me presentaban. Una vez que se acostumbraron a presencia tan extraña pasé a ser uno más.
Cinco.
La naturaleza empezó a reventar, como todos los años, por el buen tiempo. En un proceso tan rápido que casi se podía apreciar a la vista, la vegetación estaba haciendo acto de presencia ante nuestros ojos, nariz y oído. En un lugar minúsculo, como aquel, el proceso se hacía más notable, más relevante. Cinco primaveras llevaba uno con ésta y no salía todavía de mi asombro. Parecía que nos entrara el campo dentro; que el pueblo se viera invadido por una masa verde que se empeñaba en desarrollarse sin límite amenazando con ahogarnos dentro de nuestras casas, desplazándonos hacia no se sabía dónde, ocupando nuestro espacio. Por el buen tiempo me gustaba allegarme hacia el río una vez que todo dejaba de crecer y se veía que no se materializaría la amenaza.
Pero irremisiblemente, año tras año, lo parecía. Año tras año se repetía la sensación de ahogo. Con el buen tiempo también, al compás que las oscuras golondrinas, acudían los de la capital, como allí decíamos. Nos sentíamos importantes con las visitas hasta que empezaban las comparaciones que, año tras año, también, hacían los nuevos. Como si no hubieran conocido aquello se daban ínfulas harto incompatibles con una lógica que estaba en la cabeza de todos. Como si no hubieran sido las mismas labores que se habían desarrollado allí durante siglos las que hubieran compartido, empezaba la sempiterna cancioncilla de si en la ciudad esto, en la ciudad lo otro.
Llegaba Casimiro y poco después de bajarse del coche y tras la efusión del primer momento, la tenía con el Ausencio. Como si me tachase de pobre, me repetía el forofo del A. T. M. tendidas las cañas- también año tras año- en el río. Como era una vez al año uno dejaba sentir las gabelas que se traían el uno con el otro. Hasta cierto punto era divertido escuchar aquellas pequeñas invectivas que se llevaban entre manos. De haber sido todo el año, uno habría optado, probablemente, por dejar la tercería a un lado. Pero como era por poco tiempo, consentía.
Al fin y al cabo eran rifirrafes de amigos.
Seis.
El buen tiempo era el reverso del malo. Daba la impresión de que se trataba de dos mundos contrapuestos. Pero en todos los sentidos. La población, terminado agosto, se veía de la noche a la mañana reducida exponencialmente. Pero hasta entonces íbamos viviendo in crescendo un proceso de crecimiento que parecía no tener fin, hasta que nos demostraba lo contrario el día uno de septiembre. Invariablemente asistíamos incrédulos a aquel desmantelamiento anual de enseres, personas y coches, que los primeros días daba grima ver. Luego te acostumbrabas. A los quince días o así ya volvíamos a ser nosotros mismos.
Y es que- sorpréndanse- por las fiestas mayores, el pueblo registraba cerca de cuatrocientos habitantes. Daba gusto ver las calles llenas, con la chiquillería dando de trompicones a una pelota. Los hijos de la villa iban regresando de manera anárquica y espontánea en cuanto se cerraban las escuelas, a los hogares que habían sido de sus padres. Las viejas casas les aguardaban en verano con toda aquella carga de humedad, descuido y olvido de un año entero. Todavía existía- por los tiempos que escribo- cierto arraigo. Quienes regresaban se habían criado mayormente en el pueblo y sus hijos todavía, en consecuencia, no habían perdido las raíces definitivamente. El éxodo no pillaba demasiado lejos. En la década de los setenta se había vaciado el pueblo en pos de un futuro mejor que consistía fundamentalmente en abandonar la escasa rentabilidad en comparación con el esfuerzo invertido de las labores del campo para ocupar un puesto de trabajo en la ciudad que les exigiera menor tiempo y esfuerzo. Era suficiente acicate para provocar aquella movilización ingente que experimentó el país durante aquellos años. Pero aquella población itinerante no había olvidado su pueblo, como demostraba año tras año aquel laboratorio de las Españas que era el nuestro.
Con tal circunstancia la vida cambiaba, y no solamente por el aumento de población; que la bonanza estival también influía. Al anochecer las gentes salían a lo que se había venido en llamar “tomar el fresco”. En consecuencia se aplazaba la hora de ir a la cama y aquel tiempo que se le ganaba al sueño se empleaba en tertulia vecinal, intercambio de opiniones amicales al calor del estío y de una compaña aplazada durante nueve largos meses, que se habían hecho eternos.
Tanto era así que la vida se medía más que en años en la larga temporada de frío y soledad que representaba el invierno. Una vez que se superaba se consideraba uno a salvo hasta el siguiente invierno. Al júbilo de la bonanza climatológica se sumaba el de estar vivo.
Siete.
Nos juntábamos entonces en el bar a despotricar en cuanto reuníamos cuatro para jugar a las cartas. Era maravilloso hablar y que no fuera nuestro propio eco el que nos devolviera una respuesta. Durante nueve largos meses nos habíamos acostumbrado a sentir rebotar nuestros pensamientos contra las propias paredes de nuestra casa. Por ello celebrábamos doblemente la presencia de compañía. Por fin daba la impresión de vivir en un lugar habitado. La puerta del bar se oía girar sobre sus propios goznes de vez en cuando que parecía música celestial aquel chirriar. También el dueño lo celebraba.
Durante el buen tiempo, además, acudían más turistas a las ruinas. Todos acababan preguntando en el bar. Nos dábamos aires entonces de conocedores de los entresijos de nuestra historia. Envalentonados por el holgorio que nos rodeaba nos atrevíamos a desgranar cifras, lo que de continuo no ocurría. A cual más exagerada, bien es cierto. Mor a aquellas circunstancias nuestra población había sobrepasado los diez mil habitantes durante la dominación romana. A veces más, dependiendo de los chatos de vino que nos hubiésemos echado al coleto aquella mañana. El turismo salía contento y el dueño del bar lo celebraba. Durante la temporada veraniega experimentábamos un proceso gradual similar al allegro de una gran sinfonía. Culminaba con las fiestas patronales en honor de Santa Brígida- no sé si ha aparecido ya en el presente escrito. A menudo la euforia acababa en tragedia. El proceso que era la vida se tragaba alguna víctima. Parecía mentira que aquello tan traído de las ofrendas a los dioses en forma de sacrificados en el ara de su mayor gloria siguiera tan vigente por aquella época. El pueblo entonces callaba y el proceso gradual que era el verano se daba por terminado.
Pero, a veces no era así. Entonces la celebración que es la vida también llegaba a nuestro humilde rincón que era una delicia.
Ocho.
Terminaba mayo y al compás que lo hacía veíamos en aumento progresivo la población. El pueblo se iba llenando de noticias a su tiempo. Raro era el día que no aparecía alguien nuevo por allí. En general, avanzadillas de un pelotón que se iría incorporando a la villa a partir de mediados de junio. Se preparaba la casa para un verano vacacional al alcance de cualquier mano, abriéndose las puertas y las ventanas para acabar con una humedad que parecía hasta tal punto incrustada que haría difícil erradicarla. Se limpiaban también las malezas del corral y se espantaba a la fauna que había hecho de las casas su aposento en los largos meses del invierno. Era suficiente con ahuyentar a los gatos, que campaban por los tejados formando casi un ecosistema propio y a pequeños roedores que siempre habían acabado colándose por las hendijas. El proceso culminaba con una mano de pintura en cuanto las labores antes mentadas lo permitían. Y a esperar. No se sabía bien a qué, pero, al parecer, de aquello se trataba. Aquellas casas de adobe producían un efecto similar al de las modernas máquinas de aire acondicionado, a través de un proceso químico, decían los expertos, similar al mecanismo de una botija. Lo cierto es que se estaba fresco dentro, a diferencia de las modernas casas de ladrillo, que, se veía, simulaban pequeñas calderas, sobre todo por la noche, funcionando como auténticos acumuladores eléctricos que soltaban su energía.
Como preámbulo veraniego no estaba mal. Aquel camino, como proverbialmente se dijera, era mejor que la posada. El despuntar de la naturaleza y todas aquellas visitas nos llenaba de una energía incomprensible para quien no haya vivido la experiencia. Yo hacía durante el año algunas escapadas, pero la mayoría formaba durante todo el año parte del pueblo con la misma entidad y significación que la torre de la iglesia.
En particular mi amigo Ausencio reverdecía del modo como dicen que volvió a la vida Cristo. Salíamos juntos por el camino del río con el mismo entusiasmo con que van a nadar unos niños. Me alegraba tener alguien con el que confraternizar de aquel modo, puesto que durante los nueve meses previos costaba hasta de su casa moverlo. Aquella transformación era tan digna de aprecio, que hasta Don Severino- el médico- no salía de su asombro.
Nueve.
Durante el verano aquel remanso de paz se hacía lo suficientemente atractivo como para permanecer en él. Así, a diferencia del primer año, en que salí hacia el bullicio urbano, el resto, hasta ahora, lo he pasado dentro. Y todo ello sin menoscabo moral alguno. Pensaba que la paz que me habría de permitir centrarme en mis escritos sería conveniente alterarla durante el buen tiempo a modo de revulsivo necesario a los fines de la propia creatividad narrativa, pero estaba equivocado, pues el silencio que durante el resto del año presidía nuestros días se veía alegremente amenizado por la chiquillería.
Terminados los exámenes acudía un ejército de cateados a rondar por allí las esquinas. Era curioso observar sus evoluciones y el desenfado con que se nos dirigían. Me refiero a los habitantes habituales del municipio. Tomaban el pueblo casi manu militari y se enseñoreaban de la villa, pero había que ver de qué manera tan elegante; que hasta te daba gusto que, casi, te desalojaran de tu propia casa. Nos conocían a todos como el tío Ausencio, el tío Manolo- que era uno-, la tía Encarnación y así sucesivamente. Nos gustaba la nueva denominación con que éramos conocidos durante el buen tiempo, lo que operaba el efecto de tener una doble identidad: la del verano y la de los meses de invierno. Lo que en algún caso era cierto- recuérdese el citado caso de forofo del Atleti: el amigo Ausencio.
Nuestros largos meses de frío eran tan penosos que aquellas visitas operaban como dicen que hizo el maná del desierto al pueblo judío. Era empezar a llegar gente y curarse los reúmas de la mitad de la población, aunque tampoco era decir muchos. El médico aprovechaba entonces las tardes del viernes para jugar al tute en el bar de Plaza- que por cierto estaba en la Plaza Mayor- y si tenía alguna consulta la despachaba allí mismo con la misma soltura con que cantaba las cuarenta en bastos.
Aquellos veranos que yo llamaba “democráticos” empezaban en junio y acababan justamente el treinta y uno de Agosto. Es decir, teníamos exactamente tres largos meses de holgorio. Un holgorio que, como los sitios de esparcimiento eran todos aquellos, alcanzaban por igual a toda la población y de ahí el epíteto democrático. Todos participábamos por igual de la fiesta. La semana en honor a la patrona venía una orquesta del pueblo de al lado en una verbena improvisada de puertas abiertas que se costeaba con las aportaciones a voluntad de los paisanos. Hasta cinco noches de música teníamos. Acudíamos todos, desde los más jóvenes a los más ancianos. Plaza sacaba las mesas del bar a la calle y el que quería consumía y el que no, no, como, por demás, ocurría durante el resto del año.
Diez.
En otro tiempo- me contaba Ausencio, pescando en el río- no hubiéramos estado aquí tan panchos. El verano era muy difícil para el pobre- proseguía. El verano era el auténtico infierno en tierra- continuaba-, sin necesidad de hacer alegorías.
Y debía ser cierto. Aguantar de sol a sol con la hoz en ristre bajo aquellas temperaturas no debía ser asunto de gusto y máxime por la posición de trabajo (en cuclillas).
- Cuando terminaba la siega, empezaban los trabajos de la era…el acarreo, la trilla, el avente y el envasado, por fin, del grano.
Y hacía una pausa.
- Pero es que cuando acabábamos en la era entrábamos en la vendimia. Lo que te digo, Manolo, un infierno en tierra. Terminaba el buen tiempo y haciendo cuentas apreciabas que desde San Isidro no habías tenido un solo día de fiesta.
El invierno era otra cosa- según siempre la misma versión de Ausencio. En invierno, te podías tirar veinte días seguidos debajo de la chimenea haciendo jareta- contaba.
- En cuanto se ponía de temporal, ya sabías que no había nada que hacer. Una vez que terminaba la siembra se ponía a llover mansamente y cuando te querías dar cuenta empezabas nuevo año como si tal cosa. Ay, el invierno… (suspiraba)…Estabas deseando que llegara.
Cuando me contaba estas cosas, me iba haciendo una idea de la razón del espíritu que anidaba entre estas gentes. Un estoicismo verdadero y una frugalidad que merecía el calificativo de heroica, había presidido su existencia. Entonces comprendía cómo se podía aguantar todo un año sin decir ni una palabra.
Dentro de lo que cabe, a Ausencio y a mí nos unía el fútbol y cierta amistad al calor de los colores rojiblancos, pero había gentes que durante el día en los largos meses de invierno les bastaba con oír la palabra aislada de un turista cualquiera a que el camino lo hubiera conducido a las ruinas para surtir las necesidades comunicativas del día. Ausencio y yo operábamos entonces de animadores extraoficiales. Íbamos de aquí para allá tratando de que entre aquellas viejas callejas hubiera algo de vida. Ya se dijo. Si faltaba alguien a la cita diaria de la plaza, había que acudir en su búsqueda. Bastaba con vocear el nombre desde la calle para comprobar que seguíamos siendo veintitrés los habitantes de la romana villa.
Once.
Conforme nos fuimos haciendo viejos se fueron abandonando los trabajos del campo. Al mismo compás que la emigración. Nos quedamos cuatro ancianos que apenas valíamos para tenernos en pie- comentaba Ausencio a la sombra de los álamos del río.
Me narraba las cosas como si uno fuera el único y último depositario de un mundo que avanzaba inevitablemente hacia su extinción total. Con esa solemnidad del que hace sus postreros predicamentos insistía Ausencio en sus explicaciones. Yo, que lo veía tan ufano a mi diestra situado tirando de carrete cada vez que picaba un pez, no podía imaginar cuanta verdad se escondía tras aquellas palabras.
A media tarde, cuando la posición del sol nos lo aconsejaba, recogíamos los bártulos, y emprendíamos prestos el camino en cuesta que nos habría de conducir a la población. Era en ese momento cuando Ausencio le prendía a su cigarro puro. Una costumbre que había mantenido toda la vida desde los tiempos en que empezara a fumar siendo casi un zagal. Me causaba extrañeza que uno pudiera ser tan perseverante en sus costumbres y más tratándose de un hábito que tiraba a más. A tal fin seccionaba en dos una faria con una navaja y una precisión que exigía paciencia y habilidad. Cada dos días en consecuencia daba cuenta del cigarro que compraba por unidades en el bar de Plaza.
En cuanto lo acababa de fumar iniciábamos la marcha.
- Hoy se dio mal, Manolo.
- No se dio bien, Ausencio.
Y entre estas y otras consideraciones subíamos la cuesta satisfechos por los últimos fichajes que había dado la radio para la próxima temporada del Atlético de Madrid. Según los días cogíamos un camino u otro: el más empinado de cabras o dábamos la vuelta siguiendo el meandro del río para entrar por detrás de la población. Lo que no variaba era el alborozo de la chiquillería y su curiosidad por mirar los peces dentro de las nasas. Como un ejército antiguo jugaban a invasores e invadidos en el mismo escenario en que siglos atrás había pasado de verdad.
Doce.
Por la noche, hechas nuestras colaciones, aun acertábamos a salir. Nos sentábamos en un banco de la plaza, justo enfrente del bar, a decir requiebros a cuanta moza acertara a pasar por allí. Ausencio entonces estaba en su mejor momento y competía en dialéctica con el más viajado Casimiro, asesorado- humildemente- por un servidor durante aquellas tardes de pesca, que para algo habían de servir.
Se marchaba, algunas veces, escamado nuestro ilustre emigrante hasta el punto de no hablarnos durante unos días, pero luego se le pasaba y acudía de nuevo a la tertulia del banco de la plaza, quizá, entre otras cosas, porque no había más.
Allí se hablaba de todo, baladronadas y jactancias mayormente; pero con ello contábamos en un tono de humor que sólo lo puede dar la carencia en que nos desenvolvíamos, en una suerte de tener poco pero de no necesitar más.
Ausencio a veces la emprendía conmigo también con sutilezas y comentarios jocosos.
- Aquí mi amigo donde lo ven va a dar lustre a nuestra villa; qué digo a nuestra villa, a nuestra patria entera, pues sepan que va para nobel de Estocolmo de las letras.
Y comentarios de parecía ralea y condición que hacían las delicias de los circunstantes provocando su hilaridad. Después de las risas, todos conciliábamos mejor el sueño y dormíamos placenteramente creyendo que la vida era un viaje de lo más gentil.
Algunas veces, mientras me dormía, no me podía sustraer a la sensación de haber sido estafado por unos rufianes.
Me vengaba, a la mañana siguiente, a través de mis escritos- aquellos que habrían de merecer, según Ausencio, el premio de las letras sueco. A veces me llevaba unos párrafos al río a ver cómo sonaban entre aquellas espesuras y entonces mi compañero de pesca se arrepentía de los dispendios que se gastaba por la noche con sus amigos. Me consideraba un Quijote redivivo, recitando entre aquellas malezas hasta que picaba un barbo. Después sacábamos la merienda y le apretábamos a una bota de buena pez tres b que mismamente nos transportaba mentalmente a la más suntuosa fiesta de palacio. A veces hasta cantábamos, si bien venía a tino. Sin llegar a la embriaguez nos asistía a los dos el pensamiento de la suerte que habíamos tenido de haber llegado a conocernos.
Los niños que había por los alrededores, en baños o buscando renacuajos, acudían a ver el espectáculo que formaban dos pescadores metidos en tales desatinos. Ya sabíamos por entonces que la vida nos había brindado poco a los dos, pero también que no necesitábamos cambiar de lugar, que no nos perdíamos nada en ningún otro sitio.
Trece.
Ausencio no siempre había estado solo en el pueblo. Me refiero a vivir solo en su casa. Después de morir sus padres, ya siendo mozo viejo, se casó con una viuda- Amparín- vecina, en segundas nupcias de ella. Pero duró poco la alegría- me contaba en la intimidad. Se la llevó un mal aire- me decía. Surcaba entonces en su mirada la expresión más triste que yo le conocía. Se veía que habían unido bien pues de otra manera no se explicaba el sentimiento con que lo decía.
Después se pudo casar de nuevo allí en la villa, pues todavía era joven cuando murió Amparín, pero no lo quiso hacer, se ve que por respeto hacia ella. Y así había pasado veinte años solo hasta la fecha, sin más compañía que los otros viejos de la villa: la que producía el verse a lo lejos y la sombra que proyectaban sobre el suelo, más que otra cosa.
Creo no mentir si digo que celebraba realmente mi compañía, como yo lo hacía de la suya. No había más que vernos cantando solos en el río como dos locos para darse cuenta de que aunque lo estuviéramos realmente, éramos dos locos en compañía.
Catorce.
Generalmente no se sabe cómo empiezan las cosas, pero sí como acaban. Se obtiene frecuentemente el resultado y no se encuentra la ligazón con los hechos del pasado. Pero todo tiene su causa.
Uno quedaba impresionado con las sabias disertaciones del banco de la plaza, en cuanto fueron cogiendo confianza conmigo y me abrieron su corazón. Así fui comprendiendo que lo que yo había tenido durante toda mi existencia por azaroso no era tal. Con su plática lo entendí. Hilvanaban los hechos de tal manera que todo tenía mucho sentido y que estaba anclado inevitablemente en unos antecedentes. Te empezaban a contar la historia de una familia cualquiera y cobraban relevancia hechos aparentemente insignificantes, que a las luces de aquellas gentes no pasaban desapercibidos.
Catástrofes, desgracias de cualquier signo tenían una razón necesaria y no naufragaban nunca en el capítulo del azar. Y ello se entendía escuchándolos atentamente. Cuando se ponían a hablar en serio aquel minúsculo lugar en aquella minúscula plaza cobraba una relevancia que yo no había visto en la ciudad. Y es que, se veía, toda aquella soledad, todo aquel aislamiento y abandono tenía su reverso en forma de cabezas muy bien amuebladas como las del sabio más erudito, en aquel campo concreto del saber de aquellas gentes sobre sus cosas y su población. Aquella soledad traía consigo una profundidad de pensamiento superior en muchos puntos a la aparente de muchos sabios oficialmente consagrados. Y entonces todo hacía pensar que vivíamos rodeados de una superchería general. Algunas noches me retiraba a mis aposentos con la sensación de haber asistido a una gran clase magistral.
Y era que en aquel mundo cerrado todo encajaba con gran precisión. Con tal precisión que era muy difícil no derivar que todo aquello no se debía a la existencia de Dios. Pero ahí teníamos a Ausencio para desmentirlo. Y era que para el forofo del Atlético había una razón superior. Que dios, según él, estaba amueblado y muy bien entre la gente que manejaba la información. Esta explicación de corte socialista sólo me la daba a mí en el río haciéndome depositario de unos conocimientos a los que yo sólo les había visto cierto perfil de refilón.
Fue así cómo me enteré de la historia de Paco. Un muchacho con gran talento que había vivido en los tiempos en que el pueblo era aún una mediana población. Un hijo del pueblo despierto y avisado que parecía destinado a su redención. Me lo contaba en el río con la caña en ristre como el que hace una confidencia. Se lo hicieron creer y cuando en el punto más álgido estaba, estiraron de la manta y se dio un gran empellón. Y es que, por lo visto, no había cosa que agradara más a los ricos que ver naufragar la vida de los que no son ellos y cosas así.
Quince.
Es curioso ver cómo hasta en las poblaciones más menudas afloran las ideologías de la misma manera que crece una flor.
Va con las formas de pensar, decía Ausencio. Algo más estructural que la posesión de riquezas o no. Una vez establecido esto ya teníamos- según el mismo autor- el capítulo servido de la confrontación. Dos hemisferios cerebrales, dos maneras de entender la vida, no siendo imposible que se entendieran dos personas de diferentes maneras de pensar. Se extraía de todo ello que la prudencia era el arma mejor para campear el temporal de la existencia.
Y ponía como ejemplo-el hincha del Atlético-, el caso suyo con su mujer. Al parecer ella había sido en vida más de credo que él.
- Pero en nada empece si dos personas se saber respetar.
Entonces me hacía una disertación sobre el asunto según la cual en las personas que eran creyentes de verdad estaba la gracia. Y que había admirado siempre a quien se había dejado regir por su creencia de modo literal- añadía.
- Porque, a fin de cuentas, Manolo, todos sabemos lo que está bien y lo que está mal.
Asentía uno sin ánimo de crear polémica, no se fueran los escasos barbos que transitaban el río a asustar.
Dieciséis.
El buen tiempo amenazaba aquel año con cobrarse alguna víctima (de el calor). Es sabido que la senectud tampoco congenia bien con las altas temperaturas. Pues bien, aquel año estaba siendo pródigo con el mercurio. Las viejas casas de adobe- eterno refugio frente al estío- se estaban quedando insuficientes ante una canícula adelantada.
El primer verano de mi estancia en la villa me sorprendió que las gentes durmieran con las puertas y las ventanas abiertas.
Lo primero que me vino a la cabeza fue dudar de su estado mental. Después me di cuenta de la corrección del anterior. Por dos razones: para evitar el exceso de calor que se acumulaba durante el día, y, la segunda, apoyada en el hecho de que bien poco se podían llevar de quien no tenía. Y es que aquellas gentes vivían en una austeridad solemne. Una austeridad de botijo y viejo televisor.
Pues bien, durante el tiempo que remito, se empezaron a abrir por la noche las puertas y ventanas con antelación, y yo no podía hacer lo mismo por no tener mi estoicismo con ellos parangón. Sudores y mosquitos estaban haciendo de aquel verano un infierno, casi en el sentido literal al del que en los púlpitos se nos había configurado durante los ya lejanos años de la infancia ante nuestros ojos crédulos y atónitos. Bueno, lo de los mosquitos, no. Nadie había dicho que en la pesadilla de los infiernos entraran también los insectos; por otro lado, incompatibles con el calor abrasador del que se quería hacer gala.
Aquella presión atmosférica arrumbaría también bien pronto con la salud mental de alguno. Hacía un calor del que al parecer también las chicharras se estaban empezando a quejar. Al menos eso decía Ausencio, mientras le propinaba las últimas caladas al puro, antes de subir la cuesta que nos habría de conducir a casa. Pero entonces era ya media tarde y nuestra testa la había pasando a la sombra, con lo que no parecía posible que a nosotros nos pudiera afectar.
Ya se habían empezado a mis oídos tonterías a oír.
Diecisiete.
Estaba cantado que aquel calor era un exceso que se cobraría alguna víctima, vía alguna desgracia. El sol aquel año se estaba haciendo tan notorio que formaba parte de la villa como un personaje más. Las viejas de luto riguroso con la pañoleta negra sobre la cabeza parecían en su deambular por la plaza en aquella atmósfera delirante piezas de un ajedrez que corría irreversiblemente al jaque mate final.
Ya lo decía Ausencio mientras sacudía el pito doble sobre el mármol de la mesa en el bar de la plaza, que aquella calina sólo se resolvía de mala manera. Decía que lo leía en el ambiente como lo hubiera podido hacer de un libro en sus letras.
El asfalto con que el camión de la Diputación había remendado los baches de la carretera se derretía como plastilina reverberando contra el cielo como dicen que en los desiertos se representan los oasis. Los grados centígrados se iban introduciendo en el cerebro de la gente expuesta al sol como un interrogante que de una manera u otra se tendría que descifrar. Mientras, el sonido de las fichas del dominó, ponía un contrapunto sonoro a la escena, a modo de palabras que no se decían, que no se habrían de decir jamás. De vez en cuando Ausencio consciente de la situación hacía alguna observación pertinente o no, más que nada por liberar aquella atmósfera opresiva de calor y monotonía, sólo rota- como decía- por el nácar contra el mármol que más que otra cosa enervaba aún más la situación.
Se habían visto peleas- me contaba Ausencio en el río- por el valor onomatopéyico por el que se había creído ver un insulto en aquel “clic-clac” de las fichas contra el campo de juego marmóreo. Quizá por ello el hincha abría la boca de vez en cuando, en mitad de aquellas partidas, revelando en ello ser un hombre de paz.
Aquel verano por demás no había competición futbolística que pudiera aplacar unos ánimos que el sol se encargaba de hacer aflorar. Y es que en mitad de aquella calma era muy difícil discernir de aquel bochorno que no se trataba de una venganza personal. Teníamos todos los ingredientes para un trágico final, pues ya se empezaban a oír en la calle cosas inconexas que no auguraban nada bueno.
Dieciocho.
Fue un verano como éste- contaba Ausencio en la intimidad de aquel remanso del río- cuando se desataron los acontecimientos. Recuerdo que aún reinaba Alfonso trece.
- Cómo que Alfonso trece.
- No…lo decía para ver si estabas atento.
Bueno- proseguía-, estaría aún Franco o vivo o bajo la losa de Cuelgamuros todavía en calor. No- se corregía- ya estaba muerto el dictador. Fue el verano del setenta y siete. Las primeras elecciones generales, creo recordar. Y me interrogaba con la cabeza.
- Sí, es posible.
Hasta que no acabaron con él no pararon. Se tuvo que marchar. Entonces aún se podía llamar esto pueblo, aunque la mayoría de la gente se acababa de ir. Sí- proseguía. Su familia fue la última que marchó. No lo podían ver.
- A quién, Ausencio.
- Al chico de Paco, me refiero. Se llevaba a las muchachas de calle. Esa fue su perdición. Para que veas cómo son las cosas, Manuel.
Entre la democracia y el muchacho era mucha afrenta para los que se habían acostumbrado durante tanto tiempo a mandar. Se veía que las jóvenes con los nuevos aires habían optado por el amor libre y entre esto y el referéndum aquel era menester dar un último coletazo a modo de apocalipsis final.
- Pero, de qué apocalipsis estás hablando. Apoteosis querrás decir.
- Bueno, yo no sé si era apoteosis o apocalipsis. A modo de despedida, quiero decir.
Y reanudaba el ciclo de sus pensamientos. Lo cierto es que la historia se las traía. Se trataba de un ejemplo de crueldad, pero con cierto resabio aleccionador que tampoco se podía evitar.
- Saltaba al corral, el muchacho, de Don Ernesto, el boticario, concertado con la hija. Hasta que una noche soltaron un perro. Te puedes imaginar. Odio perpetuo. Pero a ver qué podían hacer. Salió con el culo más que magullado y sin dignidad.
- (…)
- Un verano tórrido como este fue. Y encima perdimos las elecciones. El único pueblo de la comarca fue. Que daba la impresión que andaban más ricos que pobres por estos pagos miserables.
- Y qué tiene que ver el perro del boticario con el asunto de las urnas.
- Todo “tié” que ver.
Me llamaba la atención cómo contaba Ausencio la historia. Encadenaba los hechos de una manera lógica con sus solas inflexiones. Daba la impresión de que hablaba como una persona muy acostumbrada a escribir, pero con un lenguaje llano, de tal forma que daba gusto oírle. Yo no me cansaba de hacerlo, hasta el punto de pasárseme el tiempo en un santiamén. Cuando te querías dar cuenta ya estaba el hombre encendiendo el medio puro que se sacaba del bolsillo de la camisa, lo que en nuestro lenguaje significaba llana y simplemente que era la hora de partir.
Durante la larga y dura subida de la cuesta no decíamos esta boca es mía ninguno de los dos.
Hacíamos nuestras abluciones, cenábamos y unas veces salíamos al banco de la plaza y otras no.
Diecinueve.
Aquel día se nos hubo de meter demasiado el sol en la cabeza. Se lo decía a Ausencio: vámonos de aquí Ausencio; que luego será tarde. Y mi amigo se reía y en uno de aquellos arrebatos de vitalidad que le daban por el buen tiempo se había empeñado en llevarme a un pinar donde iba cuando era niño a buscar nidos de pájaro y que distaba un trecho importante del río y, en consecuencia, dos trechos considerables del pueblo.
No sé por qué este hombre tenía necesidad aquel día de volver a los parajes/pasajes/paisajes de la infancia. El caso es que llegamos y me narró con profusión toda la logística de sus encuentros cuando niño con la fauna arbórea.
Recordaba con precisión donde se hallaban los nidos en aquel pinar abandonado, que el tiempo había convertido en una pequeña selva tupida. Matojos y ramas, así como abundante hojarasca por el suelo hacían de aquél un lugar casi impracticable. Tan denso que causaba un poco de reparo adentrarse en él como el del que entra a un laberinto y teme no encontrar la salida.
Salimos con arañazos por todo el cuerpo y medio sobresaltados de los sonidos de animalejos invisibles que se producían a cada paso que dábamos, pero Ausencio tenía dibujada una sonrisa en la cara.
Con los atalajes de pescar por aquellos páramos atravesando los sembrados debíamos dar una imagen irreal, por no decir delirante. A modo de héroes cervantinos llegamos sin novedades aparentes al río. Al remanso de sombra y frescor que representaba el río.
Era demasiado tarde para pescar; aquel día lo habíamos echado en viajes. Durante la noche, en la tertulia del banco de la plaza, aquel día tocó hacer una pequeña inmersión a la infancia de cada cual en materia más o menos conexa a lo que podríamos llamar “la búsqueda del nido”.
Veinte.
Hacía unas tres horas que el sol había estado en su cénit. Ya se oía en la calle, a modo de resurrección, el alboroto de las vecinas.
Pero igual que había comenzado, desapareció. De nuevo vino el silencio pastoso de todas las siestas, raramente. Estaba yo escribiendo sobre el apego al terruño, cuando el desencadenante de algo irremediable vino a pasar. Se había venido gestando durante todo un largo periodo de altas presiones atmosféricas. No cabía otra explicación a mis entendederas.
Y de repente sucedió. El único coche que había circulado aquel día por la carretera había arrollado en su bici a un niño, a la altura de la plaza, junto a la encrucijada visigótica que campaba en su centro.
Escribía yo sobre el apego al terruño cuando comenzó la algarada. Un charco de sangre atestiguaba la muerte, junto al cuerpo inerte del niño. El trasegar de siglos se había visto coronado con aquel hecho. El portentoso pasado de aquella población había terminado con aquel acontecimiento. Daba la impresión de que el tiempo estuviera concertado para derivar en aquel episodio.
Se acabó la función, fue lo que pensé al conocer el hecho.
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