El viejo llegó a paso lento hasta el quicio de la iglesia con su atadijo de cartones y su camada de perros flacos y pulguientos. El frío le calaba, a pesar de su suéter de absurdos borregos y el saco deshilachado que mucho tiempo antes estilizó la figura de algún nerd.

Tendió los cartones con movimientos temblorosos, claqueteando los dientes mientras los perros levantaban sus rostros benignos y gemían con incertidumbre.

Poco después se acostó tapándose como pudo, flanqueado por los siete perros, que se ovillaron luego de husmear el piso terroso con tenacidad.

Horas después dormía, pero un sueño incómodo le impedía descansar: su fuerza anímica se empeñaba en conectar de nuevo los pedazos rotos de un recuerdo lejano cuajado en la imagen de sí mismo joven y feliz, con los ojos brillantes escrutando el mundo que se antojaba un horizonte de posibilidades.

Luego de un gran esfuerzo, el recuerdo se reestructuró cubriéndolo como un manto emocional. Por unos instantes dejó de pensar en su vida, degradada como un fruto que se pudre. Pero la sensación duró poco: fue suplida por el ruido neurótico de los motores lejanos y las sirenas de las ambulancias olisqueando el dolor.

Abrió los ojos y distinguió la trufa polvorienta de uno de sus perros, que respiraba acompasado abandonándose al sueño con plena confianza en su amo. El anciano acarició la cabeza ósea del animal que movió el rabo, luego se tendió otra vez aspirando el aire frío de ese presente descamado de recuerdos inútiles, cual hojarasca seca de un ahuejote.