El ser humano por naturaleza es inconforme. ¿A qué viene lo anterior? Cuando yo soy un próspero abogado, diputado federal por el distrito seis de Torreón de mi estado de Coahuila en este México odiado y querido.
Creo que debo empezar por decir que estudié siempre en escuelas jesuitas hasta mi carrera de leyes en La Universidad Iberoamericana de la Laguna. En el último año de secundaria la conocí a ella, era bonita, la más bonita de toda la secundaria. Sus amigas la envidaban. Todos sus compañeros incluyéndome estábamos enamorados de ella. Sus maestros la felicitaban por su inteligencia; le auguraban un brillante porvenir. Era el orgullo de su mamá; las vecinas de la colonia la ponían de ejemplo a sus hijas. La saludaban con cariño al encontrarla en la calle o en la parada de autobús. Le decían que era un verdadero pimpollo, muy estudiosa, y además nada presumida, antes bien muy educada, y tan sencilla. No llegaba en coche como la mayoría de nosotros. Su padre, humilde burócrata, hacía un esfuerzo por sostenerla en ese colegio de lujo para bien de su futuro.
Ella reía, feliz por verse tan solicitada. No le gustaba ningún chico en particular. Bueno, sí: le gustaba Luis, ese muchacho ya universitario, alto, moreno, de cabello rizado, ancho de espaldas e hijo de un rico industrial.
—¿Ya sabes el chisme? —me dijo mi amigo con fruición.
—No.
—Fíjate que Luis, el capitán de nuestro equipo de futbol, embarazó a la porrista más hermosa, nuestra compañera.
Al oír lo anterior sentí que mil puñales partían mi alma, tuve que sonreír mostrando mofa o desvío y como pude le pregunté:
— ¿Y qué ha pasado?
— Pues ella dejó la escuela, y al cabrón de Luis su papá lo mandó a Europa a terminar sus estudios —por un momento mi amigo guardo silencio y continuó con mal disimilado entusiasmo—, bueno, eso es lo que me contaron.
Y sí, fue el primer golpe que me dio la vida. Siempre ha quedado sumergido, a pesar de que me casé y soy padre de dos hermosos hijos.
Llorarás, siempre llorarás, esa ha sido tu vida desde que nació tu niña, luz de tus ojos, recuerdo de Luis. La admiración que despertabas se convirtió en maleva curiosidad de la gente. Darás gracias a tu padrino que te consiguió un buen trabajo como cajera de supermercado. Claro, tu belleza ayudaría adornando la caja registradora.
Maldecirás tu mala suerte con tus hombres. Linda, tu hija de 14 años, heredó tu belleza y es tan inteligente, tu único orgullo. Pero, tus ansias de mujer te pedirán un beso de tu compañero de labores, tan serio y servicial que parecía. ¿Cómo sería ese primer beso? El primero después de Luis. Casi lo sentirás en tus labios como una llama. Los fuertes brazos de él te rodearían, y serían una muralla que te protegería de todos los peligros.
Te avergonzarás cuando tu antiguo condiscípulo de secundaria, el abogado, visitó tu humilde casucha para pedirte tu voto ya que el corría para diputado federal. Le ofrecerás una mala taza de café y pensarás en contarle la tragedia de tu vida: tu pareja, ahora padrastro de tu hija, saldría un bueno para nada, desempleado, borracho y desobligado que tienes que mantener. No, no podrás contarle y recibirás su tarjeta, propaganda de su partido.
Recordarás el 20 de febrero, inicio del mes hebreo Adar 5775, día que festejaban tus patrones por lo que les dieron descanso a los trabajadores del supermercado. Programarás llevar a tu hija al museo Arocena. Aprovecharás que ella no tenía clases.
Llegarás muy contenta a tu humilde morada. Entrarás sin avisar y te enfrentarás a una estampa diabólica: tu hija desnuda en un mar de lágrimas. Él, descalzo hasta el cuello, sudoroso, trastabillando, panzudo, oliendo a alcohol. A punto de perder la razón, te ofuscarás y tomarás casi sin darte cuenta un humilde cuchillo de cocina.
“Señor tiene una llamada urgente”, le dijo la secretaria. El diputado siempre con prisa estuvo a punto de no tomar la llamada, pero decidió que sería breve el diálogo sin importar quien fuera. Sin embargo al oír la voz suplicante y llena de temor de la mujer de inmediato se dirigió a la casa de ella.
La puerta del cuartucho de tablas estaba entornada y dentro se oían sollozos por lo que sin pensarlo el abogado entró. Creyó encontrarse en la antesala del infierno ante la imagen dantesca que se presentó a sus ojos: un olor repugnante, mezcla de alcohol, sudor y sangre. En el piso un hombre obeso, despojado de ropa y el mango de un cuchillo adornaba la mitad de su pecho, nadaba en un mar de líquido rojizo. Acurrucadas cerca de las tablas que formaban la pared, un par de bellas mujeres. En la mayor, su cara reflejaba aún su ajada hermosura, reconoció a su antiguo amor. La otra, joven, apenas cubierta con una raída bata, en la primavera de su vida.
De inmediato supo sin palabras lo que había pasado, ¡vaya dilema! Él, católico practicante, ¿qué hacer? Seguir las enseñanzas de sus queridos sacerdotes jesuitas: “La verdad os hará libres” y las indicaciones de sus sabios maestros jurisconsultos: “La ley es dura, pero es la ley”. O…
—Hola —saludo el jefe de la policía—, ¿cómo va la redacción de su informe?
—Ya casi lo acabo.
—Sabe, mi joven diputado, puede poner que ha disminuido el índice de criminalidad en su distrito. Sólo hemos tenido un caso sin importancia. Un borrachín, encuerado y apuñalado, que abandonaron en un lote baldío. Un caso clásico de pleito de cantina y robo agregado. Como nadie reclamó el cuerpo, fue enterrado en la fosa común. No valía la pena investigarlo.
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