TREMENDAMENTE INFELIZ
Mamá es muy infeliz. Tremendamente infeliz. Es así desde aquella tarde en que mi padre decidió marcharse remando, encaramado en dos gomas de tractor. Los días anteriores a su partida convirtieron a la casa en un campo de batalla. Papá aseguraba que sólo se iba por nosotras, para que más adelante pudiéramos tener un mejor futuro. Mi madre le contestaba que intentara construir ese futuro desde aquí, que en aras de buscarlo fuera, iba a perderse todo el presente que ella le estaba ofreciendo, y que además era en ese momento en que yo estaba chiquita cuando más falta me hacía un padre.
Al final no se pusieron de acuerdo, y él hizo lo que tenía pensado. Le costó la vida, o al menos eso supone mi madre, porque desde esa tarde en que nos dijo adiós con el remo en alto, nunca más tuvimos noticias de él. Ahora, cada vez que pasamos cerca del mar, mi madre se encarga de comprar flores, y mientras me da unas cuántas para que las lance, me dice con lágrimas en los ojos que papá debe estar descansando en algún lugar bajo esas aguas, y que nunca debo olvidarme de que este mar, el de La Habana, tiene el mismo color azul que tenían sus ojos.
Sin embargo, en esa soledad y en ese vacío que experimenta mamá, jamás he cabido yo. Siempre me deja al margen. Para ella, es como si yo fuera demasiado pequeña para entenderla. Anoche mismo, cuando insistí una y otra vez para que me dejara dormir a su lado, no quiso ni escucharme. Dijo que hacía mucho calor para dormir tan apretadas, y me mandó de vuelta a mi cama. Mi intención era sólo brindarle compañía. No lo hacía por mí. Hace ya mucho tiempo que dejé de temerle a la oscuridad y a los ruidos que la noche pone en mi habitación. Lo hacía por ella, para que me sintiera más cerca de su corazón, y supiera que la amo mucho, incluso más que mi padre, que a fin de cuentas nos dejó desamparadas.
No sabe ella el dolor que me causa su rechazo. Sobre todo en momentos como este, en que sé que hay un hombre extraño ahí adentro en su cuarto, durmiendo sobre las mismas sábanas que anoche ella me negara compartir. Un hombre más. Porque este no es el primero que veo. Antes me los presentaba. Me decía que eran amigos suyos, que venían a trabajar hasta muy tarde. Ahora ni eso. Vienen en la noche y se van en la mañana, no sin antes dejarle algún dinero que ella celosamente guarda en un puerquito de yeso que tenemos de alcancía. Son como fantasmas, que se quejan y hacen quejarse a mi madre en las madrugadas. Pero siempre he oído decir que los fantasmas jamás han servido para llenar espacios. Todo lo contrario, se alimentan del espacio ajeno. Pobre mamá. Decididamente se equivoca al escogerlos a ellos. Mamá es una mujer infeliz. Tremendamente infeliz.
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