La situación empezaba a rozar el límite de la paciencia de cualquiera. Todos los días se hacían el mismo juramento mientras fumaban un cigarrillo y despotricaban de la situación laboral que tenían: “a partir de mañana no nos cabrearemos más, llegaremos al las 8 y nos marcharemos a las 3, no regalaremos ni un minuto más de nuestras vidas a la empresa y, por supuesto, realizaremos nuestra tarea a buen ritmo, sin estresarnos y sin cabrearnos por nada de lo que oigamos o veamos.”
Ni que decir tiene que la promesa empezaba a ser como un ritual de auto-convencimiento inútil. Era como si al decirse entre ellas todos los días lo mismo no sólo se desahogaran, sino que evitaban caer en una ansiedad depresiva laboral de la que no se recuperarían en mucho tiempo.
El fin de semana lo habían pasado relajado, sin acordarse para nada del trabajo, con sus parejas, sus amigos. Todo había ido genial para ellas. Cada una en sus casas, el domingo por la tarde, pensaron que el lunes iban a llevar a cabo esa promesa y se lo iban a tomar todo con calma, sin alterarse ni estresarse.
... Mmmmmmmmmmm... la cosa iba a estar complicada ...
[Lunes, 8:00 a.m.]
- Buenos días, fulanita
- Buenos días, menganita
- Buenos días, zetanita
A las 8:01 a.m., con caras aún de dormidas y las sábanas señaladas en las mejillas, cada una de ellas se sienta en su mesa y proceden a encender sus ordenadores.
La primera de ellas empieza a respirar hondo y a repetirse para sí: “hoy no me voy a mosquear, pase lo que pase me resbalaré y seré feliz. Hoy soy una nube.” Tras un par de minutos pasó de respirar hondo a resoplar para, finalmente, decir a pleno pulmón:
- ¡Vaya mierda de sistema informático que tenemos!
- ¡ El ordenador de los cojones ya está dando por culo con lo temprano que es!
- ¡ El servidor no responde! , y... ¿a mí qué?
Se levantó de la silla en un salto y se dirigió al despacho de sus jefes: “Sr. Martínez... el servidor no responde, ¿hay algún problema?”
- No sé chica, acabo de llegar. Llama a la central, pregunta y que te den una solución.
El cabreo aumentaba y la promesa que se hizo horas antes ya había pasado a la historia. A ver... si el jefe era él y cobraba más por tener responsabilidad y solucionar problemas... ¿por qué ella que cobraba una mierda tenía que hacer el trabajo del jefe y pelearse con la central para que arreglaran lo antes posible el dichoso servidor?
Mientras tanto, casi a la misma vez, otra de sus sufridas colegas empezaba también a echar humo por las orejas. Los teléfonos no dejaban de sonar, parecían chicharras en un día de verano. Pero claro, la compañera que atendía el teléfono, como de costumbre, llegaba ya 15 minutos tarde. Le tocaba a ella coger el teléfono mientras su trabajo seguía acumulado en la mesa sin que nadie se planteara ni tan siquiera ayudarle. Estaba hasta las narices de ayudar y cubrir a todo el mundo y que a ella no le echara una mano nadie. Eran las 8:20 a.m. y también estaba de los nervios, con los cuernos retorcidos y lamentándose de no haber cumplido la promesa que se hizo la tarde del domingo.
Ni que decir tiene, que la tercera colega en cuestión también estaba ya, a esas alturas de la mañana, enfadadísima. Acababa de enterarse que todos los compañeros de su departamento habían coincidido una semana entera de vacaciones. Cinco larguísimos días que le tocaba realizar el trabajo de cuatro personas. ¿Cómo se iba a dividir? ¿Tendrían sus jefes la formula maestra para clonarla como a la oveja Dolly?
¡Y una mierda! Sus jefes pasaban de todo. Ellos decían que en la oficina había tres tipos de trabajadores: los inútiles, los del montón y los “tanques”.
Los inútiles son aquellos que viven como “Reyes”. Como son torpes y no se enteran de la misa la media, se les perdona todo por tontos y, a menos que prendan fuego a la oficina, no se les despide. Son intocables.
Los del montón son los que trabajan bien, pero los jefes piensan que con la tarea que tienen es suficiente; no pueden aspirar a más. Así que aunque se lo curran no tiene demasiados quebraderos de cabeza. Éstos también viven bien, no pueden quejarse.
Y por último están los “tanques”, es decir, las tres gilipollas de esta historia. Según los jefes ellas pueden con todo, son unas máquinas trabajando y pueden llevar a cabo todo el volumen de trabajo que se les dé y con el grado de dificultad que sea. Son las que hacen el trabajo sucio, el de más dificultad, las que resuelven los problemas de todos, incluido los jefes, y encima, se les recrimina cuando no llevan las cosas al día o meten la pata en algo. En definitiva son las que se comen todos los marrones.
Aprovechando la caída del sistema informático, las tres “superpoderosas” de la oficina se reunieron en el baño, al estilo Ally McBeal, para contarse sus primeros cabreos matutinos mientras se fumaban un pitillo. Una de ellas dijo:
- He cogido una llamada del director de la oficina de Valencia y tiene un cabreo de la leche. Ha terminado diciéndome que siempre se traga el los problemas y ha sentenciado la conversación telefónica con una frase apoteósica: “desde luego, las putas de este negocio siempre somos las mismas”.
¡Sí señor! ¡Frase antológica donde las haya!
Desde aquella mañana en que escucharon aquella frase, las tres decidieron llamarse en “petit comité”
LAS PUTAS DE LA OFICINA. O como decía una de ellas, LAS PUTAS BARATAS DE LA OFICINA, porque trabajaban más que nadie, les daban por culo todos los días y, encima, sus compañeros “inútiles” y “del montón” cobraban a final de mes exactamente la misma cantidad de euros que ellas. Bueno, algunos incluso algo más.
¡Hay que joderse!
Firmado: una de las PUTAS BARATAS. Jajajajaja.
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