Mi padre tenía trece años cuando el anterior paso del Cometa Halley, en 1910, conmocionó al mundo con presagios tan agoreros que muchos seres sencillos buscaron en el suicidio una puerta para escapar a los terribles interrogantes inscriptos en el cósmico flagelo. Fue uno entre diez hermanos vestidos de blanco que aguardaron, en una serranía cercana a Segovia (España), el crucial instante en que la aparición del astro sobre el horizonte marcaría el inicio del Juicio Final. Pero nada pasó y la decepción del alba lo devolvió a los claroscuros de la vida por luengos años. De la inefable experiencia le quedó el afán de estudiar el cielo, volviéndose un descifrador de las cambiantes constelaciones que lo acompañaron en una larga derrota por los caminos del mundo y lo trajeron a la definitiva recalada argentina. Lo cierto, es que al viejo lo recuerdo –recreado en una eterna semi juventud— con la frente orlada de estrellas y los ojos rebrillantes de luceros mientras trataba de transmitirme los secretos inmemoriales del firmamento y los nombres homèricos de sus fuegos fatuos presididos por la Cruz del Sur: Sirio, Alderabán, Betelgeuse, Vega, Antares, Proción, antiguos como la creación misma. Sé ahora que quería hartarse de luz, antes que el smog y la niebla de la edad le robaran de a poco el joyel del firmamento, transformándoselo en un adoquinado de inasibles pedruscos grises. Porque, si algo le dolía –más que tanto dolor de anciano—era verse confinado a volar a ras de tierra, perdida la estela de las luminarias señeras. Por eso me gusta evocarlo en pose de pastor de estrellas, tal como lo ví en uno de los últimos momentos mágicos que compartí con él, no muy lejos ya de la postrera despedida. Estábamos conversando frente al domicilio familiar, gozando de la brisa callejera que atemperaba la noche canicular, cuando Su Majestad la Usina Eléctrica resolvió regalarnos con un apagón total, de esos que tiñen la ciudad de hollín y plumerean las galas celestes. Con la súbita caída en la oscuridad, el viejecito sufrió casi un encandilamiento que lo obligó a abrir, desmesurados, los ojos marchitos. Temblando igual que un niño asustado –como tantas veces busqué yo la protección de su mano fuerte—se tomó de mi diestra y exclamó con deje asombrado:
--Mira, Víctor…! ¡Se está despejando el cielo y las estrellas vienen a saludarme de nuevo…!
Y. súbitamente rejuvenecido, lloró de felicidad…
Fueron diez, quince minutos de irrepetible comunión… ¡Que la maldición de la luz eléctrica rompió, condenándonos de nuevo a las tinieblas…! |