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El apetecible melón
Meciendo la cabeza con un ligero compás, moviendo mínimamente los labios, como si canturreara, observa el entorno, mientras desciende los veinticinco metros de escalera mecánica. Avanza tranquila, degustando con la mirada los cruasanes de la panadería. De estatura menuda y curvas armónicas, Teresa rezuma sosiego y simpatía.
Pasea entre las cámaras de los yogures. Mira la fecha de caducidad del flan de café, calcula mentalmente y determina comprarlo. Se fija en los melones, que parecen tener buena pinta. Coge uno de rayas doradas, comprueba el peso, y lo devuelve a su sitio. Ve uno partido por la mitad, se lo acerca al rostro, sonríe, y lo deposita en la cesta.
Capta un anormal rumor en el ambiente. Examina su alrededor, sin encontrar nada extraordinario, y continúa con la compra. Agarra un par de paquetes de leche semidesnatada y los coloca con los otros productos. Arrastra el cesto rojo gesticulando, como arrepentida por no haber elegido un carro.
Cuando abandona el pasillo de los dulces, después de dedicar un buen rato a repasar la estantería de los chocolates, escucha una suerte de detonación, seguida de un gradual corte de luces, quedando encendidas solo las de emergencia.
Un enorme murmullo invade la tienda. Las cajas están paradas y la gente se arremolina alrededor, reclamando una rápida resurrección eléctrica.
Teresa, con pupilas de gata, deshace el camino para salir por donde ha entrado. Coge el medio melón, con la idea de colocarlo en su sitio, pero se lo aproxima de nuevo a la nariz, entornando los párpados mientras aspira su aroma, y lo pone de nuevo en la cesta. No parece renunciar al deseado fruto y se ve que pretende clavarle el cuchillo cuanto antes.
Se acerca a la línea de cajas, que continúan inoperantes. Mucha gente desaloja el local, abandonando los carros en mitad de los pasillos. Las cajeras están agobiadas ante tanta queja. Teresa se fija en un grupo de obreros que manipulan un transformador, manifestando con sus gestos su sentimiento de frustración.
Se aproxima a ellos y les pregunta qué pasa. Le dicen que lo han intentado de todas las maneras, pero nadie sabe cómo arreglarlo.
—Déjenme, soy ingeniera electrónica —miente, mientras la observan todos con gesto de asombro—. Tráiganme una escalera.
Se sube con la ayuda de los trabajadores. Una vez arriba, se gira muy despacio en el último peldaño y apoya su espalda en la caja de los fusibles. Saca del bolso el mando a distancia del neuroestimulador lumbar que le ayuda a soportar con dignidad sus dolores de espalda y le aplica la máxima potencia.
Empiezan a parpadear los fluorescentes y, por fin, entre aplausos, se ilumina la tienda. Teresa cae desplomada en los brazos de los operarios que evitan que se dé un espaldarazo contra el suelo. Cuando consigue abrir los ojos, se encuentra bajo los labios del joven bombero, cliente de la tienda, que le ha devuelto la respiración, mientras los curiosos sonríen aliviados, como si igualmente hubieran recobrado el hálito tras beneficiarse del boca a boca del benefactor.
—¡Señora, señora! ¿Se encuentra bien? ¿Qué podemos hacer por usted?
—Nada, nada —contesta Teresa, mientras normaliza el aliento—. Bueno, mejor sí; hay algo que pueden hacer. Ábranme una caja para mí, sin esperar cola, que estoy loca por llegar a casa e hincarle el diente a ese melón.
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