El viento es quizás el elemento poético más recursivo de toda la literatura y esta sentencia de mi puño y letra, no intenta menospreciar este elemento natural como fuente de genuina inspiración.
El viento es, si buscamos caer en tecnicismos, masas de aire en movimiento, pero no es el aire el que me inspira ( y digo aire pensando en una nada poética) sino que es su movimiento el que logra despertar el danzar de mi pluma, y llenar ese gran éter que es una hoja en blanco.
El viento no se ve por sí mismo, pero lo percibimos en todo alrededor: en unos Espinillos bamboleándose al costado de la ruta, en ese velero que intrépido avanza por la mar, en nuestros cabellos un día de ocre de otoño y ni les cuento si un agosto cualquiera en mi General Deheza natal se les da por querer pasear en bicicleta.
El viento se convierte en libertad cuando salimos de la oficina tras una larga jornada laboral, se vuelve una caricia a los sentidos, un júbilo en el alma, un ánimo de abandonar nuestro lugar para llegar a vaya a saber dónde, justo ahí donde el viento nos lleve. A veces el viento nos trae espectros de seres queridos que hemos abandonado o que nos han abandonado; y otras veces los reúne: Dios los cría y el viento los amontonan, dicen.
El viento es eso, es lo ágil, lo dinámico de la vida, que nos lleva algunas veces por rumbos inciertos e inesperados; y es también, con suerte, el que nos lleva al destino deseado, solo si logramos soltar las amarras y aprendemos el duro oficio de timonel. Si algo aprendí de su susurro constante y sostenido, es que la clave para ser feliz es no resistirse a lo que el mismo propone.
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