Un aprendiz de escritor, como yo, inventa sus historias. Sin embargo por esta ocasión me limito a contarles lo que a mi vez a mí me contaron. Es una manera fácil de relatar un cuento y se lleva uno sorpresas, a veces la realidad es más interesante que la ficción. En fin, aquí la historia.
Empiezo por decirles que yo vivo en el bello estado mexicano de Puebla, donde hace muchos años llegó mi difunto abuelo, inmigrante español, que trajo de Galicia su afición por la fiesta brava, su acendrada fe católica y el amor por el duro trabajo del campo. En pocos años un rancho abandonado lo convirtió en un florido vergel. Pero no es de mi abuelo de quién quiero platicarles, sino de Manolo, antiguo integrante de la cuadrilla del torero mexicano Eloy Cavazos (1), era su mozo de espadas y un experto para el golpe de gracia en la nuca del toro, mediante el descabello y el puntillazo. Claro, un torero tan fino como Eloy generalmente mataba de una sola estocada al astado, pero cuando el animal ya caído se negaba a morir, entonces intervenía Manolo. “¿No te daba lástima?” Una vez le cuestioné. “Claro que no, chaval, dejaba de sufrir”, me contestó.
El tiempo, pinche tiempo que rápido se nos va, es cruel, al envejecer Manolo pasó de mozo de espadas a mozo de todas las confianzas de mi abuelo. Pero basta de preámbulo y a la historia. Es necesario aclarar que se dice el pecado no el pecador, no les diré quién o quienes me contaron lo que a continuación sigue.
A mis escasos lectores que me han acusado que me he vuelto romántico y cursi, lo que voy a contarles es algo truculento, la historia de un asesino, un sacerdote católico y una mujer que por una sola vez engaño a su marido. Interesante, ¿verdad?
En un risueño pueblecito de la serranía poblana, cuyo nombre me reservo, el sacerdote oficiaba todos los días la misa de 7 en la parroquia del lugar. A esa hora de la mañana eran muy pocos los fieles que asistían: media docena de “vejucas”, un par de ancianos y algún devoto artesano que después de comulgar se iba a la cantina a hacer “la mañanita”. Vacío casi el templo, el sacerdote no pudo menos que advertir la presencia de una mujer aún joven y atractiva que empezó a ir todos los días a la misa. Un mes después se confesó con él. Luego lo hacía cada semana, y le contaba pecados de la carne que lo inquietaban y ponían en él vagos deseos.
Una mañana lo buscó en la sacristía al terminar el oficio. Le contó que había llegado al pueblo para atender una cuestión de herencias, y le pidió consejo acerca de la manera en que debía arreglar las diferencias que por ese motivo habían surgido entre ella y sus hermanos. Al paso de las semanas le rogó que fuera su director espiritual.
Cada vez se veían y hablaban con mayor frecuencia. Surgió entre ellos cierta familiaridad que no dejaba de desasosegar al sacerdote: la mujer aún era joven, y él todavía no era viejo. Una tarde lo invitó a merendar en su casa, y luego, una de esas noches, a cenar. Las visitas se hicieron costumbre. Notaba el sacerdote que su amiga se vestía y arreglaba con especial esmero cuando él iba a su casa. Eso lo halagaba, y luego lo hacía sentir remordimientos por haber experimentado tal satisfacción. Acortaré la historia, pues seguramente quien la está leyendo la acortó ya en su pensamiento. Una de aquellas noches al calor de unas copas. La mujer acercó su cuerpo al suyo, y él, sin poder contenerse, la besó. Ello lo tomó de la mano y lo llevó a la alcoba. Ahí lo desnudó e hizo que él la desnudara. Luego hicieron el amor. En el momento en que lo estaban haciendo entró en la habitación un hombre, Manolo, y le clavó al sacerdote un puñal corto en la base del cráneo. El cura se desmadejó como una marioneta a la que cortan los hilos de repente. Murió sin darse cuenta de que lo habían matado. Tal es la historia, y tal es su final.
En la casa rentada por la mujer a los pocos días los vecinos descubrieron el cuerpo del sacerdote, nadie supo quien era ella y el misterio envolvió la muerte del clérigo. Muchos años después supe el meollo del asunto. ¿Quién me lo contó? Esa es otra historia.
El padre, viudo y lleno de vicios, enfermó de gravedad. Cuando se sintió morir pidió un sacerdote. Dijo que estaba en pecado mortal: si no se confesaba iría al infierno. Los hijos buscaron al joven cura recién llegado al pueblo. Se negó a ir con ellos: había trabajado mucho todo el día, dijo. Estaba muy cansado y ya se iba a acostar. El padre murió sin confesión; se condenó seguramente.
Pasó el tiempo; la hija se casó. El hermano se fue a Monterrey. A los dos atormentaba siempre el pensamiento de que su padre estaba en el infierno por no haber tenido a su lado un sacerdote en la hora de su muerte. Así, quisieron mandarle uno que lo acompañara por toda la eternidad. También el cura murió en pecado mortal, sin confesión. También de seguro fue al infierno.
Manolo y mi abuelo eran muy circunspectos, ambos ya están en la dimensión desconocida, ojala tengan por compañeros a los espadas de todos los tiempos del bello arte de la tauromaquia. FIN.
1. Eloy Cavazos (1949 - ). Matador de toros mexicano, de Monterrey.
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