Nada mejor que unos buenos controles periódicos para cuidar la salud, se dijo Roberto esa mañana mientras salía del laboratorio de análisis clínicos. Ya había realizado un riguroso examen con el cardiólogo el día anterior. Todo estaba perfecto, como siempre.

Madrugar, llevar una vida ordenada, los treinta minutos de flexiones diarias y luego una ducha reconfortante beneficiaban su óptimo estado.

Un desayuno frugal, a base de frutas y cereales también lograba maravillas.

Con estos pensamientos en su mente subió a su automóvil. Lo esperaban varias tareas en la oficina. Sabía que en primer lugar debía completar las planillas con los datos de la semana y luego realizar el balance mensual.

Ya en su trabajo saludó igual que todos los días. Repitió su rutina sintiéndose a salvo inmerso en sus actividades.

Cerca del mediodía intercambió los acostumbrados chistes mientras almorzaba con sus compañeros, y luego tomó un té digestivo con un sobrecito de edulcorante.

A las tres de la tarde miró su reloj. Faltaba exactamente una hora y treinta minutos para el regreso a casa. Era lunes. Su esposa prepararía ensalada y budín de manzana, como todos los lunes. Y, como todos los lunes, tenía turno con el psicólogo a las dieciocho en punto.

El celular vibró a eso de las cinco de la tarde. Él jamás contestaba llamadas mientras conducía. No se detuvo, pero se distrajo un par de segundos para apagar el fastidioso aparato justo cuando el camión doblaba en la esquina.
Su último pensamiento fue que llegaría tarde a su cita con el psicólogo.

Ella insistió unos segundos más, a pesar de saber que era improbable que él contestara.
Quería preguntarle si le daban lo mismo las fresas, porque se habían terminado las manzanas.