En mi adolescencia, que por cierto fue más larga de lo normal, siempre me pregunte que significaba la angustia existencial, hasta que lo entendí cuando la sufrí por muchos años tratando de encontrarme a mí misma.
Sostenía monólogos larguísimos, tratando de descifrar, que significaba, no tener capacidad de amar, si ser rebelde era ponerse los tenis sin medias, decir malas palabras o fumar cigarrillo a escondidas. Si tener novio era salir cogido de la mano, con el que robaba nuestra concentración, o si lo que teníamos en medio del pecho era el corazón o la cárcel de nuestros sentimientos más ocultos que no decíamos a nadie.
Dulce adolescencia en la que el primer beso pareció la gloria y la primera cogida de manos el cielo, volverse loca con la canción de moda, luchar por nuestros derechos, sobrevivir a todo esto inspirados en nuestros atardeceres de tertulias, pensar que no se va a resistir cuando nos dicen que no podemos hacer nuestra voluntad. Quizá esta es la forma en que aprendemos a ser fuertes y duros como nos lo exige el mundo
Que rumbo cogeríamos al salir del colegio, seguir alucinando con además de ser libres parecerlo para no perder nuestra identidad, el grave problema de pensar como caminar con nuestros zapatos de tacón 9 y medio y las fiestas en casa de cualquiera de nuestros familiares.
Y naturalmente la angustia existencial creció desproporcionadamente cuando en vez de estudiar toco buscar trabajo, e inocentemente empezar a movernos en un mundo totalmente desconocido en el que todo el mundo da órdenes y hay que aprender a obedecerlas por ser la nueva y desubicada, en fin había que continuar.
Empezar a demostrar que si se puede pero todavía sin tener ni idea que es lo que hay que demostrar, no saber si será mejor escaparse con el novio que nos promete cielo y tierra o seguir sufriendo el constante no puedes salir, o inventarse salir con el amigo que es como un hermano pero que resulta ser el amor de la vida.
Es bueno recordar las tertulias en las que ponían música en inglés y todos cantaban menos uno por no saber decir ni siquiera I love you, los grupos de baile o las tardes en las que uno se enamoraba de todos los guapos de la fiesta, las ganas de salir corriendo cuando el novio nos veía coqueteando con otro, que nos parecía mejor.
O recordar cuando en medio de la fiesta ponían las mariposas amarillas y queríamos bailar con nuestro galán pero el ya reposaba en brazos de una prima hermosa que nos trataba de robar su amor, cuantas cosas bellas y absurdas y sin sentido que en ese momento parecían la gloria y la muerte al mismo tiempo.
Recuerdo también el día que llegábamos a una fiesta hermosa radiante y bella con el mismo vestido de otras dos hermosas y bellas, que usamos en la última boda de algún familiar, en la que fuimos damas de honor y hacer como si no nos importara.
O bella adolescencia en la que planeábamos con una felicidad increíble, nuestro siguiente paso, nos mirábamos 20 veces al espejo antes de salir y nos probábamos más de un vestido para quedar perfectas.
Lo mejor era planear el futuro los hijos, el carro y la casa maravillosa en un lugar exclusivo que íbamos a tener y jurar con las compañeras del colegio que pasados 10 años nos reuniríamos nuevamente, cosa que nunca paso y realmente eso me encanto porque hubiera tenido que contratar el esposo y los hijos.
Realmente la adolescencia es el paso más duro que hay que dar, el problema es no salir de allí y perpetuarlo hasta que ya cansados de tanta adolescencia toca darle paso a los años y tomar la iniciativa de madurar, no antes de los 25 por supuesto.
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