Hola amigos:
Hay ocasiones que le gusta a uno hablar por hablar. Sobre todo en tardes aburridas. No están ustedes para saberlo, ni yo para contarlo, pero la verdad me encanta el chisme. Claro que si fuera español en lugar de emplear el vulgar verbo chismear emplearía el más elegante de cotillear, pero en esencia es lo mismo.
Es extraordinario, en México, sobre todo en la frontera con Estados Unidos se venera a “La Santa Muerte”. ¿Será qué a los mexicanos nos encanta el pecado? Y por aquello de “las dudas”. Y ya que estoy chismorreando, les diré que con ella me pasó algo muy curioso.
La verdad, mi vida ha sido más bien plana, no de película. De los pecados que he tenido, uno frecuente fue la gula, me encantaba todo lo que tenía grasa: tacos de carnitas (de cerdo) acompañadas con ese oro líquido envuelto en paredes de cristal que es la cerveza, y otras concupiscencias culinarias. Total que toda mi vida he sido bastante “tragón”. Mientras fui joven no tuve problemas, pero al volverme viejo, gracias al exceso de colesterol y ácidos grasos que se me tapan las arterias del corazón.
Un amigo cirujano me operó colocándome 3 bypass en la víscera cardiaca. ¿Miedo? Para qué les cuento. Cuando desperté después de la intervención, creí que lo hice en el meritito infierno, y demonios vestidos de blanco aleteaban alrededor de mi persona conectada a muchos tubos y a un aparatito con un sonido leve y monótono. Por cierto, si a este dispositivo infernal se le ocurría chillar, llegaba de inmediato una bola de cabrones, que con golpes en el pecho, zangoloteo de la cabeza e inyecciones ponían en paz al cristiano que estaba a punto de dejar de serlo. Cuando la bruma se despejó de mi mente supe que era la sala de terapia intensiva.
A media noche, entre dormido y despierto que se me aparece la dama de negro, debo de reconocer que ella se adapta a cualquier circunstancia, me habló a la manera mexicana de hacerlo: “Sabes, mi cuate, tú estabas programado para llevarte, pero dado que tengo sobrepoblación en el Hades te dejaré un ratito más, además a ti se te ocurren muchas pendejadas que luego escribes y martirizas a tus pobres tres lectores. Aí nos vidrios”. Y se fue, les juro que del susto hasta religioso me volví (bueno, no mucho).
Cuando salí del hospital, por fortuna me sentí muy bien y me ha ido de maravilla (lo más seguro es que La Calaca tiene mala memoria). Desde luego tomo un titipuchal de pastillas y le entro con fe a la terapia de rehabilitación. Un cardiólogo me dijo que la mejor medicina en mi caso es el ejercicio y la natación es una opción. Y ahí me tienen creyéndome un “Johnny Weissmuller” de pueblo (así me llamó una querida amiga chilena), llegué a los 1,000 metros de nado libre diariamente. ¡Qué bien! ¿Verdad?
Pero, siempre hay un terrible pero, no contaba con la aprobación de mis padres. Es interesante, de niño se quiere mucho a nuestros padres biológicos, recuerdo que mi papá era mi ídolo, superior a Supermán y al Hombre Murciélago y mi mamita la mujer más linda del mundo. Ahora que ya estoy viejo por desgracia no los tengo. Entonces se preguntarán: ¿a qué padres me refiero? A nuestros verdaderos padres: al padre tiempo y nuestra madre la naturaleza. Después de nadar andaba como “caballo lechero”, cansado y en todos lados me quedaba dormido. Total que hay un dicho que no por viejo es menos cierto: “más rápido cae un hablador que un cojo”. Ya no les presumo cuanto nado, aunque sigo haciéndolo.
Por último les diré la solución que me dio mi mujer: que la ayude con los quehaceres de la casa, cosas sencillas como barrer y trapear. Aún lo estoy pensando porque otro de mis pecados capitales es la pereza y dudo mucho que se me quite.
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