EN EL VELORIO DE MARTHA
Es verdad que la noche es fría y que desde el norte soplan vientos de lluvia. ¡Pero Dios mío, se trata del velorio de Martha! La funeraria debería estar más llena.
¡Cuántas justificaciones aparecerán mañana! “Yo no fui porque prefiero recordarla como era en vida”, “yo no fui porque no me enteré de su muerte, nadie me avisó”, “yo no fui porque me pone mal el aire de las funerarias”. ¡Ay, la gente! No vienen porque no les da la gana, porque es más fácil quedarse en casa guarecidos del temporal.
Pero estos que están aquí, tampoco se comportan como deben. ¿O será que soy yo la anticuada, la que sigue viendo a las funerarias como a una iglesia, donde una debe asumir una actitud solemne?
Ahí está Francisco. Llegamos juntos. Antes de subir, buscamos en la tablilla de la entrada el nombre de Martha para cerciorarnos de que estaba tendida en el segundo piso. Él en cuanto divisó a sus amigos del teatro, me invitó a unir las sillas para conversar, hacer chistes y criticar a los que iban llegando. Le dije que no, que prefería sentarme sola.
Tampoco fui a ver a Martha. No comparto esa necesidad morbosa que tienen algunos de mirar la cara del muerto. ¿Creerán que así el difunto puede percibir que vinieron a rendirle un último tributo?
Hasta aquí llegan las voces y las risas de Francisco y los otros. Están hablando ahora de los velorios del campo, de las sillas de tijera dispuestas por toda la casa, y de las espiritistas que siempre aparecen para en un carnaval de estertores, receptar el alma del difunto.
Y en la capilla de al lado es como si estuvieran de fiesta. ¿Quién será el infeliz de la caja? Porque la alquimia entre las personas que lo rodean es bastante rara. Lesbianas ancladas en décadas pasadas, con jeans de campanas, botines, y un peine grande en el bolsillo de atrás; travestís como dispuestos para un show, con mucho maquillaje y un dominio absoluto de los tacones; una voluminosa mulata en chancletas de “metedeo”; y hasta una mujer policía con macana y pistola. Se pasan una botella de ron, de ron bueno –parece Havana Club-, y ríen a carcajadas porque uno de los travestís no acertaba a abrir la puerta del baño.
Por cierto, el baño en ese sitio está muy mal ubicado. ¿A qué arquitecto se le ocurriría semejante disparate? ¿Por qué construirlo dentro de la capilla? Es una suerte que el muerto ya no sienta nada, porque hasta aquí llega el tufo. Amoníaco puro. Seguro que no hay agua para descargar la taza. El olor es de orine viejo, posiblemente de los familiares o amigos del muerto anterior.
Esa que viene subiendo las escaleras es Clarita. ¡Qué desmejorada está! ¡Verdad que la televisión hace milagros! Ya me vio. Déjame pararme e ir a saludarla. Y viene sola. ¡Qué raro! Porque ella y su madre se mueven juntas a todos los sucesos culturales de La Habana. Claro, esto no tiene nada de cultural; pero alguna relación existe. A fin de cuentas, Martha era una gente del teatro.
-¡Hola Clarita! ¡Qué bien te ves, muchacha! ¿Y tu mamá no vino contigo?
-A mami la tengo allá abajo…
-Pero, ¿para qué la trajiste con este tiempo, mujer? Capaz de que se te resfríe. Sí, ya sé, también ella quería despedirse de Martha… ¡Pobre Martha! No somos nada, Venimos del polvo, y al polvo regresamos…
-¡No! ¡No!...
¿A qué vendrá ese ataque de llantos de Clarita? No sabía que quisiera tanto a Martha. ¡Oye, que las actrices aprenden a echar lágrimas con una facilidad!...
-¡No me has entendido! Tengo a mamá tendida en una de las capillas del piso de abajo. Murió de un infarto esta tardecita…
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