Su rostro es una mar de dudas. Su postura, acorde. El mentón de su barbilla se esconde detrás de sus dos manos, descansando sobre ellas. Los codos se apoyan sobre el mantel blanco de la mesita de aquel Café de mediados del siglo XIX. Su postura es mala, ligeramente jorobada, mucho tal vez. Uno de sus pies está cruzado mientras que el otro se mueve inconscientemente a un tempo que él conoce. Sus gastadas botas están sucias y mojadas, el pantalón se nota húmedo: ha caminado bajo la lluvia. Sin siquiera haber tocado su tasa, ha estado ahí, sentado al borde de la silla durante horas. Espera a alguien.

Con el paraguas cerrado sujeto bajo el brazo, ella camina apresuradamente. Llueve, sin embargo le molestaría utilizar el paraguas caminando entre esa multitud. Lleva el abrigo empapado, pero la chica apenas nota una cálida humedad en los hombros. El cabello es otra historia, las mechas castañas se le pegan a la cara y le pican los ojos causándole un constante lagrimeo. No, no está llorando; las lágrimas que bajan por sus mejillas son causa del cabello que le irrita sus de por sí ya sensibles ojos, ¿o acaso son sólo gotas de lluvia? No sabría decirlo… Así pues, contra esa incomodidad visual y contra ese río de grises sombras, continúa su recorrido.

Baja la vista a su tasa de café. ‘Mocca con esencia de menta’. No recuerda por qué, pero siempre ha pedido esa misma bebida desde hace varios años, desde hace tanto tiempo como el que tiene visitando ese Café cada tarde, después de interminables caminatas por las calles de esta conocida ciudad. Distraídamente lleva la mano izquierda al bolsillo del saco y, jugueteando con él, saca el antiguo reloj de cuerda. Las 8:44pm. ‘¿Por qué tarda tanto?’.

Detiene su apresurada marcha en seco, ¿en qué momento salió de aquella conglomerada multitud que parecía que intentaba arrastrarla en cualquier dirección? No lo recuerda. Así como tampoco recuerda la calle en la que debía de haber virado para caminar en dirección poniente. ¿La había pasado de largo, mientras luchaba por avanzar en medio de ese mar de gente, o la calle se encontraba aún más enfrente, perdida en la penumbra? No importaba de cualquier forma, porque aun cuando estuviera justo en frente de ella, no podría estar segura de que en verdad era la calle indicada. Todo en esta ciudad es gris y nebuloso.

Él es parte de esta ciudad, ha vivido toda una vida aquí. Conoce cada uno de los más oscuros pasadizos perdidos en los incontables parques, atrios, terrazas y escalinatas. Así pues, conocía él de cosas y lugares grises, y de personas cargadas con el estío en la mirada. Pero también conocía él esos ojos que brillaban con el fulgor de las estrellas. ‘¿Conocía?’ ¿Alguna vez sus ojos se habían cruzado, si quiera fugazmente, con la portadora de tal mirada? No podría decirlo.

¿Cómo puede alguien llegar a su destino, si se desconoce incluso la localización del lugar en el que está se está parado? Sus ojos se notan húmedos, más las lágrimas ya no corren por sus mejillas, ya que, al fin y al cabo, eran sólo gotas de lluvia. Mira con aprensión la hora en su dispositivo móvil. ¿Tanto tiempo ha pasado? ¿Tanto tiempo ha estado perdida en esta ciudad hecha de evanescentes girones de niebla? ¿Aún la espera aquél, a quién recurrentemente ve sentado en una austera mesita de un antiguo Café? ¿A aquél singular personaje extranjero a este siglo? Son las 11:11pm; y con un profundo suspiro guarda de nuevo el teléfono móvil, voltea a ambos lados de la calle y, aleatoriamente, continúa caminando hasta perderse en el vacío de la noche y de la ciudad. Contra toda esperanza.

Él no dice nada, nunca dice nada: solitario soñador, contemplado la tasa de café, espera.