Retrato de sangre.

La abrazó con la dulzura que solo conoce un buen amante, con la traviesa convicción de hacerla sentir toda una mujer. Estando a su lado nada temería, nada le faltaría. Estaría cubierta de un amor único y maravilloso, de la promesa de una larga vida junto con su amado, y su amado con su amada, saciarían toda su sed de sangre, cumplirían todas sus fantasías, y compartirían el mundo, ambos, de la mano, unidos por un sentimiento incomparable, fusionados en una verdad latente de irresistible sensualidad.

Ella en él y él en ella, como dos animales se amarían y se celarían y se cuidarían, y así uno con el otro sus noches pasarían. Y fue en el lecho que sellaron su unión, en esa cama maldita donde sus fríos cuerpos se rozaron por primera vez, y culminaron en el puro sentimiento que los maniató para siempre. Sus ojos reflejaban la voracidad de la carne que tenía frente a él, era la presa de un animal hambriento y sediento de sangre. Ella se resistió un momento y cayó bajo el influjo de ese ser sin alma que la miraba deseoso de consumar su feroz acto.

Su mirada fría la aterraba y al mirarlo a los ojos se sintió atrapada y sin voluntad, algo la dominaba, como si estuviera hipnotizada. Esos ojos blanquecinos pertenecían al abismo, del mal en todas sus formas. Esa criatura que vagaba errante en las noches buscando y buscando insaciable, y siempre lograba su cometido, una sombra que esperaba detrás de un árbol, que aparecía de la nada, que se iba volando hacia la luna, que fue protagonista de innumerables relatos de la antigüedad, había resurgido más siniestro aún y adaptado a los tiempos modernos. Ahora ya ni el agua bendita, ni el ajo, ni la cruz pueden acabar con su vida, se volvió inmune a las armas que usaron contra él en el pasado y su condena de inmortalidad es para él una carga difícil de llevar.

Aún conserva su romanticismo porque es una característica de su especie, pero no es humano por más que sienta atisbos de amor y lo practique a su manera de la manera más salvaje y animal. Ella lo miraba mientras él le decía lo bonita que se veía. Rozó sus dedos fríos en su mejilla y acercó sus labios, le dio un beso suave, lento, y la volvió a mirar.

Ella tartamudeó en un susurro, se sentía nerviosa y sentía escalofríos recorriendo su espina dorsal. El olía su miedo y eso le excitaba al punto de convertirse en una obsesión morderla. Tomaba de las manos a la princesa que había capturado con sus encantos perversos y así se miraban y deseaban juntos en la cama, brindándose caricias y besos iluminados por la luna que asomaba por la ventana abierta de una noche de invierno. Él se acostó sobre ella y le besó el cuello una y otra vez. Fue bajando lentamente hasta llegar a su ombligo, dejando atrás un caminito de besitos fríos. Extendió sus brazos y la miró fijamente. Ella jadeaba pidiendo más. En un arrebato de pasión se le abalanzó sobre su cuello y se detuvo por un instante.

Algo en el interior de la princesa quería que eso pasara, no podía resistirlo más, como si esperara ese momento. Él tuvo piedad y se detuvo. Se levantó de la cama y se paró frente a la ventana. En ese momento ella tomó un cuchillo y se lo clavó en un hombro, el giró, la miró, la empujó a la cama y clavó sus colmillos en su cuello.

Bebió de su sangre lo necesario para no matarla y la dejó acostada. La sangre manchó las blancas sábanas de seda. Un ratito después ella se despertó y lamió la sangre de la herida del hombro del vampiro que la mordió. Ahora son el retrato perfecto de una eternidad compartida por dos criaturas de la noche.