Estas palabras quieren ser un homenaje a la fe de mi pueblo. Sea esta mi humilde versión sobre la vida de esta "Santa" milagrosa de mayor convocatoria de la Argentina.
La leyenda de la Difunta Correa.
Muerto Plácido Fernández Maradona, los antiguos enemigos de su corto régimen comenzaron una encarnizada persecución contra todo aquél que hubiese sido su partidario. La policía listaba entre los buscados a Pedro Correa, uno de los héroes de Chacabuco y amigo personal del difunto mandatario. Este, cansado de la lucha y con cuarenta años en el cuerpo, se había retirado a vivir en las tierras que el gobierno le había entregado en reconocimiento a sus méritos guerreros y su "inclaudicable lucha por la libertad y la unificación de la patria". Así al menos rezaba el pergamino, que de puño y letra, había firmado el mismísimo Bernardino Rivadavia, primer presidente de la incipiente nación Argentina.
Apartado de la vida militar, había afianzado su unión con María Antonia, su mujer de toda la vida. Fruto de esa relación, que las batallas por la independencia habían hecho intermitente, había nacido Deolinda: Una joven morena, hermosa como su madre y con el carácter aguerrido de su padre. María Antonia Deolinda Correa tenía entonces 16 años y era el suspiro de la mayoría de los hombres del caserío cercano a San Juan.
Corría el año 1825, Pedro Correa enterado de lo riesgoso de su situación y temiendo por su vida y por la de su familia, evalúo que no tenía más opción que abandonar la tranquilidad de su tierra y tomar la única salida que podía darle alguna ventaja: Huir aunque más no fuera por un tiempo. En Mendoza aún tenía algunos amigos que podrían ocultarlo hasta tanto se aquietaran las aguas o hasta que asumiera el poder alguno de los aliados de Rivadavia. Antes, sabiendo que cualquier eventualidad podría dejar a su hija en total desamparo, decidió unirla en matrimonio con quién ella misma había elegido: José, hijo menor de los Bustos, sus vecinos; Inmigrantes españoles, gente de trabajo y sin participación política. Luego, viéndose cercado, huyó con su esposa tal como lo había preparado.
A pesar del dolor de no contar con el apoyo de su madre, Deolinda fue aprendiendo los deberes de esposa y con su marido, festejaron los primeros dos meses de gestación de la que sería su primogénito. Los días de la pareja transcurrían sin mayores sobresaltos, hasta que los preparativos de las tropas montoneras, al mando de Facundo Quiroga, comenzaron a reclutar hombres para iniciar el ataque a Buenos Aires en un avance que pretendía exterminar a los Unitarios comandados por el General Paz. Juan fue obligado a unirse a la milicia y llevado por la fuerza al norte, a los pagos de La Rioja, donde "El tigre de lo llanos" tenía sus cuarteles generales.
-No te preocupí, si va ser unos días nomá, tení que esperarme, voy a volver pa´cuando nazca, y ahí mesmo lo bautizamos, dijo José poniendo un pie en el estribo y tomando envión para montar el zaino que lo conduciría hasta perderse en el polvaredal del horizonte.
Contrariamente a lo que su padre había querido, Deolinda quedó sola y a pesar de su embarazo, debió mantenerse fuerte ante el acoso constante de los hombres que Quiroga había dejado en San Juan, peor aún, debía batallar con el dolor de sentirse desamparada, con un hijo en sus entrañas y el destino incierto que podrían estar corriendo sus seres queridos. Pero eso, lejos de amilanarla, la fortalecía.
Dos noticias, con días de diferencia, sacudieron la voluntad de la mujer: Una, la del trágico fin de sus padres, apresados y asesinados cerca del Fuerte San Carlos, al sur de Mendoza y la otra, al enterarse que su marido había sido herido de muerte en una escaramuza con rebeldes riojanos. Dos golpes que fueron demasiado contundentes y que no pudo soportar. Su vida había sido marcada con violencia y ella, a pesar de su carácter, no estaba preparada para tanto dolor. No podía concebirlo, estaba destrozada y sola. Cayó en una profunda crisis nerviosa que terminó por provocarle un parto prematuro.
Deolinda no era una mujer frágil, y estaba dispuesta a darle pelea al destino. Su marido había dicho que bautizarían a ese niño, y eso era una promesa que se debía cumplir. Apenas recuperada y con escasos días haber dado a luz, se lanzó a cumplir su cometido. De madrugada, arropó con un mantillón al niño, y partió en busca de su padre. Caminó días enteros por los valles y quebradas de la pampa seca, atravesó los montes sin descanso, hasta que las arenas calientes del desierto, terminaron por destrozar sus pies. No podía caminar, pero aún podía arrastrarse, y lo hacía, siempre llevando a su hijo en sus espaldas. El hambre, el sol calcinante, la inmovilidad y la sed, terminaron con ella. Llegando a Vallecitos, en la cima de un médano y sintiéndose desfallecer, se encomendó a Dios y rogó por su hijo, lo único que le quedaba:
"Santo señor de los cielos,
tú que tanto dolor me has mirao,
auxilio de los pobres,
socorro de los necesitaos,
no dejes que muera mi niño,
sin que lo haiga bautizao"
- Debe ser un ternero guacho que se escapó del arreo, pensaron los arrieros, cuando cerca de Vallecitos, en la cuesta "Pie de Palo", vieron a los caranchos rondando y dibujando círculos en el aire. Nunca imaginaron encontrar a Deolinda, muerta desde hacía varios días y a su hijo, aún con vida, mamando de su pecho.
El cuerpo fue enterrado cristianamente y desde aquél día, hasta su sepultura llegan cientos de hombres y mujeres; sanjuaninos y de toda la Argentina. Llegan de rodillas, caminando o a la rastra. Van encomendarse, a pedirle milagros y bendiciones a cambio de una botella de agua que pueda saciar su sed.
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