Era una nota muy breve. La habías arrojado por debajo de la puerta.
Me preparé un café y me senté en la sala para leerla con calma.

Hacía frío. Encendí el hogar. Miré por la ventana hacia el parque amarillo. El sol, debilitado por el otoño y las nubes, apenas entibiaba.
Recordé el día que dijiste que todas las nubes parecían ovejitas perdidas.
Y vos eras una oveja perdida para mí. Por eso quise integrarte a mi rebaño.
Pero me dijiste que preferías seguir solo. Amabas a tus libros y a tus pinturas. Así estabas bien.

Solías repetir que mi compañía era un regalo. Yo me quedaba horas mirándote pintar. Creo que lo hacía por la paz que respiraba cuando estábamos juntos. O porque pensaba que me podías ayudar a encontrarme a mí misma.

Nunca me quedé para ver de cerca tus ojos verdes. Tampoco tus manos manejando con destreza pinceles manchados de rojos y amarillos, que eran tus colores favoritos.
No me interesaba escuchar tu voz releyendo párrafos de los viejos libros que atestaban los rincones.
Ni siquiera lo hice por tu risa contagiosa, que surgía sin ningún motivo.

Tampoco me importaba perderte.
Porque cuando te conocí, hacía tiempo que te había perdido. En otro hombre, en otro lugar, en otra historia.

Yo también era una nube extraviada. De color gris. Una de esas nubes que dejaron de tener sueños.

Por eso tu nota de despedida no me hizo mella.

Además, sé que nunca te preocupó perderme.
Porque en realidad hace mucho que me habías perdido.
Tal vez en otra mujer, en otro lugar, en otra historia.