Hacía tiempo que no se le ocurría una historia; todo era disgresiones sobre el difícil arte en que se veía inmerso, sin parir realmente nada nuevo.
Estaba escribiendo un conjunto de narraciones con la idea de publicarlas en un volumen. Pero le faltaba el título.
Por fin se le ocurrió: mis relatos son los mejores y otros escritos. Algo así. Pensó que aquella manera de darse autobombo era bastante novedosa. No se trataba ni pretendía que fuera cierto. En realidad uno de los cuentos consistía en alguien que esperaba hacer verdad la primera parte del título.
A tal efecto se había pertrechado de la lectura de los grandes del género. Había husmeado entre Borges y Cortázar, de los modernos. Tenía configurado el tema, tiempo y afición; sólo le faltaba relajación. Estaba convencido de que si se destensaba afloraría algo novedoso con que contribuir al procelososo mundo de lo nuevo que exigía, más que otra cosa, la literatura.
Después de hacer acopio de unos treinta escritos se sentía tan satisfecho de su obra que los tituló del modo referido. Los envió a una editorial a Barcelona. No a cualquiera de ellas, sino a una importante, de prestigio.
Pasó un mes y recibió de Anagrama un escrito.
"Estamos interesados en su obra, pero sólo en parte, en el título".