Si justo ahora abrieran esa puerta y le preguntaran cuál era la potencia que hacía de los cielos lejanos de Arabia un escenario propicio para los relatos de viajes, hechizos y deseos, sin dudar un solo instante su respuesta sería: “La luna”.
La luna, aquel espejo donde el sol acude todas las noches a lavar su rostro consumido por el fuego de su propio centro, pues es en esa esfera blanca solamente donde puede mostrar sus gestos luminosos sin llevar consigo la muerte y la ceguera. La luna, amante perfecta sostenida en vilo al límite del mar y del desierto (que parecieran jugar también entre ellos el juego del reflejo), dotando a todo el mágico paisaje justamente de eso, de la magia que ha convertido a la mítica Arabia en un punto indefinido en el tiempo, propicio para hilvanar historias que han de pasar de padre a hijo, de hijo a nieto. La luna, perfecta luminaria viéndolos a todos, dando luz a todos como si fueran vástagos de su vientre, trocitos desgranados de su cuerpo.
Si justo ahora abrieran esa puerta él gritaría: “¡La luna!”, para después entregársele en perfecta comunión, como el río que paga su tributo al mar en las orillas.
La luna. El sultán solitario se dormía pensando en ella, ahí en su cama angosta con perillas de metal, en esa habitación oscura, húmeda, asfixiante, sin resquicio alguno, sin una grieta siquiera, y con la certeza además de encontrarse bajo el cielo de otro país, cautivo, totalmente extraño a cualquier astro con el que pudiera encontrarse afuera…
Pero el afuera tampoco existía, solo quedaban reservados para él la cama y el calabozo en que se encontraba, el rostro interior, pesado y callado de la puerta que, si justo en este momento se abriera, le daría la oportunidad de gritar:
—¡La luna, la luna de Arabia es la respuesta!
Gritar hasta desgarrarse las entrañas y la voz, si no es que (ya muy tarde) la espada del verdugo hubiese hecho antes su deber. |