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I

De todas las posibles encarnaciones que vestías, esta graciosa carne blanca protestante, me resultaba especialmente placentera. Gustabas de usar el nombre de Penny, a mí también me gustaba usarte con ese nombre.

Hace años me cautivó el desprecio con que profanabas aquel cuerpo. Lo habías arrastrado sobre mantas roñosas, vendiendo baratijas en calles glamorosas; vendido por denarios o talentos, lo ofreciste tendido en mil camas destendidas. Groupie, niña de mano en hacienda tabacalera, prostituta veterana, sacerdotisa escritora de cuentos, siempre tan necesitada de un superhéroe.

II

Tomamos la línea amarilla que sale de la isla, es la novena vez te ofreces como paciente voluntario para probar una medicinas experimentales, seguro que has escrito en esa lista el nombre que uso ahora, debo estar atento cuando me llamen de poner al final de la fila este vigoroso cobayo escocés.

Allí nos reconocimos, los bolsillos vacíos y la torpeza de inmigrante para lidiar con el crudo invierno de Québec. Acudimos en bata verde a nuestra primera cita y guardamos bajo la lengua nuestro placebo color aguamarina. Entrada la noche creada por el somnífero, te ayude a saquear la enfermería que Étienne intencionalmente olvidó cerrar.

III

Cuatro días después de comer gratis y reportar un sinnúmero de erráticos síntomas para confundir a la farmacéutica, caminamos juntos hacia el metro, me dediqué a apreciar la delicada parsimonia con la que solías masticar los pedazos de mí mismo que te arrojaba, esos girones, esos muñones que me había acostumbrado a llamar por mi nombre, como si se trataran de algo muy personal.

Fue en la casa de Étienne, cruzando el puente Jacques-Cartier, donde te identifique sin duda alguna. Te delataron esas maneras de princesa, la insufrible ceremonia para beber una taza de café y ese vaho sobre las gafas inútiles y postizas, que únicamente usas en las raras ocasiones cuando asomas al mundo exterior.

IV

En el sótano desocupamos esa chamarra que nos hacía ver tan inadecuados en verano, tu bolso extravagante, las botas gigantes. Sobre la mesa contamos 123 perlas, quince jeringuillas y un diente de oro. Nuestro enfermero complacido abrió la despensa y nos permitió tomar una jugosa guarnición de adolfina.

La yerba, los ojos rojos y tal parece que todo el mundo está dormido e inconscientes de nuestra tragedia nos acurrucamos debajo del silencio a tragar este rosario y desempalagar nuestra esencia de estas perchas donde exhibimos nuestras carnes colgadas, este sinuoso acueducto de fluidos y excreciones. Sabes bien que apenas se disipe el humo y la niebla, desaparecerán los pelos, las uñas y esa mirada extraviada. Se borrará Montreal y quedará tan solo el lleno vacío del espacio infinitesimal.

Texto agregado el 25-05-2015, y leído por 114 visitantes. (1 voto)


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