DESEOS IMPERIOSOS.
Fabiana Santana amaba a su hombre. No había motivo para que él la rechazara. Era una mujer bella, joven, con insinuadas cualidades físicas e intelectuales que un hombre desea de una mujer.
De un tiempo a esta parte su marido celoso la asediaba con pleito. Ella no había dado motivo para que lo hiciera, pero al regresar a la casa, iracundo la emprendía, reclamándole cosa propia de un hombre inseguro.
Una y otra vez se preguntaba, cuándo fue que su matrimonio había dado ése giro. No fue culpa de ella, siempre trató en su vida matrimonial de satisfacer las liviandades de su esposo. Desde hacía días notó que no la buscaba. Apenas pernotaba por el día en la casa, mucho menos le dirigía las palabras. Por la noche no la tocaba.
La mujer aturdida, de tanto pensar y sin hallar respuesta en su mente inquieta, cavilaba tendida en la cama al lado de su silencioso marido. No era para menos, el hombre que un día la hizo mujer, parecía que ya no la amaba, ni le interesaba su vida. El amor que había leído en los ojos de su hombre, de la noche a la mañana parecía que se había extinguido, solo quedaba en ellos, los resabios que un día afloraron sin ella darse cuenta.
Recordó la última vez que hizo el amor con él, la noche estaba oscura, llovía y la pasión desbordaba los limites de la locura. Con deseos desenfrenados se perdieron en el éxtasis, la vorágine del amor, quedando exhaustos y sin ánimo en sus cuerpos.
Pesarosa, instintivamente se tocó sus bustos hinchados, al recordar aquellos momentos de placer, rodeada por los brazos fornidos de su hombre amado. El deseo circuló, sintiendo su sangre caliente hervir entre sus venas, tocada por el fuego del amor. El deseo escaló la vertiente de su cuerpo en flor. Sus manos ávidas, bajaron instintivamente, acariciando su vientre caliente, deteniéndose en su pubis. Contrajo su hermosa barriga, deslizando suavemente su mano dentro de la pequeña ropa interior que traía puesta, contactando sus vellos púbicos. Sintió subir rabioso el deseo, hasta alcanzar la cúspide de su cerebro enardecido.
La mujer escuchó salir de su entraña un débil quejido. Se retorció, extendiendo sus piernas con frenesí, palpando con malicia el cuerpo de su hombre. Detuvo su movimiento, conteniendo la respiración y deseo imperioso de hacer el amor. Tosió, volteando su cuerpo hasta hacer contacto con su hombre que fingía dormir; pero que mucho antes se había dado cuenta de las pretenciones de su adorada mujer, excitándose. Ardientes se buscaron, fundiéndose en un solo cuerpo, agotando con rabia, el amor restringido de hacia muchos días.
JOSE NICANOR DE LA ROSA.
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