Solía hablar de fantasmas y otros amores,
historias mechadas con bendita vulgaridad.
Tutelaba con sus ojos pícaros y animados,
que dieran esmero a su memoria fotográfica.
El abuelo era un accesorio seguido de vinos.
Narrando esas leyendas en cada anochecer,
se apoltronaba en su exclusiva madriguera,
saludaba siempre con un “lindo volver a verte”,
colmaba su jarro de latón con tinto del fuerte,
condenado por la artrosis a estirar las piernas.
Manos sobre el abdomen cargado de edades,
compartía una tos ronca de tabaco amargo,
carraspeando fuerte un cúmulo de sentimientos
partía diciendo "aunque pase mucho tiempo",
y su añejo ego volvía a perdidas mocedades,
repetida colección de invenciones, o tal vez no,
que persistían lo que la vela o el alcohol supiesen.
Un día se descolgó de su crucifixión de huesos,
empinó un sorbo final, sonrió, ladino y pendenciero,
y como encaminándose a lo oscuro de un encuentro
saludo a la nada que lo ceñía “lindo volver a verte”. |