De repente desperté y me encontraba en aquella habitación oscura y frívola. Forzosamente, levanté mi liviano cuerpo, cargado de soledad; miré a mi alrededor y halé un cordón que yacía colgado junto a la cama. La gruesa cortina marrón, llena de polvo, se abrió rápidamente y dejó que la luz del sol penetrara en la alcoba.
Los rayos solares se mezclaban entre las diminutas partículas de polvo que se esparcían alrededor de mí. Entonces, puse los pies en el suelo y salí afuera. Pude ver cómo los pájaros coqueteaban entre sí y el viento danzaba al son de su música. El sol, radiante, había entibiado los tersos pétalos de aquellas flores de cerezo que huían despabiladas y desaparecían en el horizonte.
Giré mi rostro y, extendiendo mi brazo derecho, encendí en televisor y me quedé observando los anuncios, como un día totalmente normal: cinco muertes, tres asaltos, un premio nobel, una familia carente de esperanzas de encontrar a su hijo perdido y anuncios de empleo. Entonces, hastiada ya de la rutina de la vida y de los noticieros, decidí atravesar la habitación principal, realizando mi recorrido diario y choqué con un viejo álbum de fotografías que descansaba en una mesa de noche. En ese instante una foto salió apresuradamente, como ansiando, con cierta malicia, volver a despertar algo en mí. En ella pude ver cómo una sonrisa, una mirada y tantos recuerdos se veían plasmados en el tiempo.
De esta manera, conteniendo la respiración e intentando mantener la calma, devolví la fotografía a su lugar; a aquel rincón del olvido.
Me giré y seguí caminando alrededor de la cabaña mientras el ruido incesante que destilaba mi alma se incrementaba y se hacían cada vez más notables sus gemidos; torné mi mirada hacia afuera y volví a contemplar el amanecer. Entonces, consciente de que jamás escucharías mi lamento, susurré: -todo es, mientras tu y yo podríamos estar siendo-. |