La señora del turbante
La señora Ana acostumbraba a limpiar la vereda, primero pasaba la escoba para quitar las hojas secas del otoño, y después el lampazo. Cuando estaba muy sucia o había corrido viento Zonda, también la manguereaba. Alta y con rostro europeo (descendiente de Checos), ojos celestes y facies sonrosada. De lejos, cualquiera la podía divisar, ya que siempres usaba un turbante color blanco.
La vereda ancha como de cuatro metros, típicas de los barrios cercanos a la capital de San Juan, estaba construida en base a baldosas amarillas cuadradas, también típicas. Las tres moreras híbridas, en el verano daban una sombra amplia al frente de la casa. Baldosas amarillas relucientes y sombras de las moras le daba a la casa de la calle Rivadavia metros antes de llegar a la calle Segundino Navarro, un aspecto pulcro y brillante como la mejor de la cuadra. Realmente era la mejor vereda del vecindario.
Pasaba y pasaba el lampazo con querosene, al menos dos veces en el día, cuando no estaba tan sucia, y entonces en la mañana los rayos del sol se reflejaban en ese tramo de la vereda amarilla. Los transeúntes tenían cuidado al pasar por allí, ya que estaba tan brillante como refalosa, y más de un vecino distraído tuvo que agarrase del tronco de las moras para no caerse o tirarse para el costado del frente de la casa.
Cierto día, dejó la puerta entreabierta mientras pasaba el lampazo en la vereda.
-Vecina, vecina, ¿cómo le va a usted?... Dijo el hombre entrajado y con un maletín en la mano. Le dio un abrazo desde atrás, de forma tal que casi no la dejaba respirar.
-Pero ¿quién es usted?, ¡yo no lo conozco!... dijo mientras se arreglaba el turbante de un costado y se distanciaba del inoportuno hombre.
-Pero si soy el doctor de aquí a la vuelta, de al lado de la agencia de quiniela Santiago. No me ubica…
-¡Yo no lo conozco! Le repito… ¡Yo no lo conozco!
-Pero si soy el doctor de aquí cerca. Mire señora, yo necesito que me facilite el teléfono. Sucede que pinché una goma de mi auto aquí en la esquina y quiero llamarle a mi hijo para que me pase a buscar.
-Che viejo, traé el teléfono inalámbrico para prestarle a éste señor que dice que es el doctor de aquí a la vuelta… Apúrate…
-Ya voy, ya voy… Ana.
-¡Cómo el inalámbrico!... ¿no tiene teléfono fijo adentro?
-No, no tenemos fijo. Así que si quiere puede hablar desde éste inalámbrico…
Y el hombre partió raudamente hacia el norte, tiró el teléfono que cayó en la acequia, no sin antes resbalar en la vereda con olor a kerosene y reluciente. Se desparramó su cuerpo al lado del lampazo de la señora del turbante. Se abrió el maletín de médico, dejando esparcidos varios celulares, billeteras, algunas joyas y llaves de autos.
|