Quería que al despertar todo se tratara de una telenovela de aquellas que de un capitulo a otro cambian el rumbo de la historia; se había dormido con la ilusión de que así fuera, de que nada hubiera pasado y todo siguiera igual, Cristina pedía un milagro para que no fuera cierto, lloraba lágrimas de ilusión convertida en frustración, lo había logrado y ahora su muralla se caía a pedazos de recuerdos que dolían tanto como en su momento la hicieron feliz.
Pero no sería así, al despertar vería a través de su reflejo que la ilusión no había muerto, la circunstancia haría que todo fuera imposible, y no es que los cambios radicales de las historias no estuvieran al alcance de la vida real, pero ese cambio que ahora pedía era similar al que tuvo antes de que toda la perfección de un plan de vida fuera arrasada por el mar de la verdad.
No eran los besos ni los recuerdos de las caricias o la forma en que los cuerpos se acomodaron para develar los secretos que no se pueden ocultar bajo la ropa; era cada momento de morder las rojas cerezas que se levantaban en señal de lograda conquista en las cálidas noches donde nada más existían: el alpinista y las montañas; lo profano y lo sutil; la carne que se entrega y el deseo que fluye entre la sangre para convertirse en erección.
Y la noche concluyó, el cansancio había sido el clásico Morfeo que arrulla los ojos cansados y secos entre sus brazos; pero el sol ya estaba aquí, el nuevo y difícil día había comenzado, el problema era de los dos, pero a la vez de nadie, la culpa no era hacia el deseo, o la infidelidad de alguno, el problema era la espina que se había clavado con tremendo placer y que ahora desagarraba el velo de magnificencia creado en la proyección de ambos.
Cristina quería que no fuera real, que sucediera como en las telenovelas, que todo fuera una equivocación y que no estuviera sucediendo esto; que la vida misma que tanto le dio ahora le estuviera arrebatando la única y quizá última posibilidad de ser feliz con la compañía de alguien para el resto de su vida, en las buenas y en las malas, en todo momento y ante toda circunstancia…
Se levantó con el cabello enmarañado y el arrugado vestido negro que no se quitó para dormir, se acercó lentamente hacia la caja custodiada por cuatro cirios aún negándose a lo sucedido: el sollozo aumentó conforme sus pasos se aceraban al féretro pero ya no había lágrimas, miró de nuevo y ahí estaba el cadáver del abuelo.
Y al reincorporar la cabeza, igual de atolondrado estaba Josúe, el hombre con el que ya había compartido más que una caricia. Fue en el funeral de don Emilio, donde ambos se enteraron que eran hermanos y llevaban la misma sangre.
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