El infarto
Ahí estaba yo, quebrado, llorando frente a Rodolfo. Él me tomó del brazo, sutilmente, casi como en una caricia. Disculpame, le dije. A él también se le pusieron los ojos vidriosos. Me senté en una silla y nos pusimos a hablar de otra cosa, cualquier cosa, casi no recuerdo qué.
Yo había pasado por la casa de mis viejos. Estaba hurgueteando la biblioteca cuando escuché en boca de mi vieja las palabras: infarto, súbito, hospital. ¿Qué pasó?, pregunté. Mi vieja me dijo que Rodolfo, amigo de mi viejo, el lunes a la mañana, estaba saliendo para el trabajo como todos los lunes y sintió una opresión en el pecho y se puso pálido y llamaron a una ambulancia y sí, era un infarto. Pero no se había muerto. Ahora estaba internado en el Instituto Central del Corazón en la avenida Pellegrini.
Yo hacía años que no lo veía a Rodolfo. Es más, con intención había decidido alejarme de él así como de los otros amigos de mi viejo. Pero ahora, infarto, hospital, internación, cuando escuché eso se me aflojaron las piernas y una tristeza me hizo tambalear. Traté de que mis viejos no lo notaran. Es más, no lo notaron, yo seguí buceando en la biblioteca como si nada y ellos siguieron con sus cosas.
Pero algo profundo me había pegado en el hígado como el gancho de un boxeador. Recordé una tarde, hacía muchos años, habíamos ido con mi viejo al bar y Rodolfo jugaba al pool. A él le gustaba hacer trucos con las bolas y los palos. Cosas así como carambolas y toboganes. Yo me puse a mirarlo. Vení, Santi, te voy a enseñar algo, me había dicho. Y me enseñó un truco espectacular. Uno en el que uno le pega a la bola blanca y esta hace carambola con otras tres que suben por un tobogán hecho con dos tacos y al final caen en un hoyo. Muchos años más tarde, yo mismo, usaría ese truco para impresionar chicas y amigos.
Rodolfo tenía una manía. En el bar se pedía media pizza de doble queso para él sólo y guarda de que alguien quisiera sacarle un pedazo. No la compartía con nadie. En realidad, sólo conmigo y algún otro pibe. A nosotros, los pibes, nos daba pizza, pero a nadie más.
Esas cosas y muchas otras más recordé en el momento que me enteré del infarto. Agarré cualquier libro de la biblioteca de la casa de mis viejos y me fui para mi casa. No le dije nada a mi mujer. Nos pusimos a tomar mate y ella me preguntó por qué estaba tan colgado. En qué pensaba. Quilombos del laburo, le dije. Hice un esfuerzo por despabilarme y le hablé de un cuento que había leído. Uno en el que a un tipo lo abandona la mujer y él está lleno de tristeza y que para sacarse la tristeza, a la noche, cuando no lo ve nadie, desde el balcón tira huevos a los autos que pasan por la avenida. A mi mujer le pareció loco y simpático. Y nos reímos. Después fui y me tiré en la cama boca arriba, con un libro, pero no pude leer.
¿Cuánto hacía que no lo veía a Rodolfo? Seis años, siete. Más o menos. La última vez que lo había visto había sido en la casa de mis viejos. Rodolfo había ido a cortar unas maderas con la sierra eléctrica de mi papá. Nos habíamos saludado y no mucho más. Yo no quería saber nada con la vida de mi viejo y por lo tanto nada de sus amigos.
Los amigos de mi viejo eran tres. Tenía muchos conocidos pero amigos tres. Marco, que siempre andaba aclarando que su nombre era Marco y no Marcos, y después te explicaba que el padre había sido un admirador de Marco Polo. Tal vez no por nada, Marco, era vendedor viajante. Viajaba por todo el norte y centro del país vendiendo artículos de electricidad. Siempre andaba con llaveritos luminosos y otras boludeces y cuando lo veía siempre me regalaba algo que prendía y apagaba. No importaba bien qué era, podía ser un muñequito, una linterna, una birome, pero siempre prendía y apagaba. No tenía hijos ni esposa. Mi viejo me decía que una novia que tuvo le había roto el corazón y que nunca se había vuelto a enamorar de nadie. Después estaba Alfredo, el otro amigo, que era mecánico de autos. Andaba siempre engrasado, con las uñas negras, y un tufo a grasa y aceite característico de él. A mi me gustaba ir a su taller para mirar los posters de minas en bolas. Mi vieja le decía a mi viejo que no me llevara al taller, que era un ámbito degenerado, pero mi viejo me llevaba igual. Alfredo remodelaba eternamente un Ford A. Un auto cuadrado. Y hacía años que trabajaba en él pero nunca terminaba de arreglarlo.
Alfredo, Marco, Rodolfo y mi viejo. Se juntaban en el bar. A la tarde. Y si bien yo me había pasado gran parte de mi infancia junto a ellos cuando fui creciendo me fui alejando de mi viejo y de ellos. Los veía cada vez menos. A veces me enteraba de alguna cosa por un comentario, por casualidad, pero les había perdido el hilo. Y la verdad que no me interesaba volver a acercarme a ellos. Es más, trataba de evitarlos. A veces mi viejo me decía, los muchachos vamos a hacer una bagna cauda, ¿querés venir? Y Yo me hacía el boludo, decía que estaba ocupado, que tenía algo para hacer. O si me enteraba de los muchachos estaban en la casa de mi viejo me aseguraba de no pasar. Con mi viejo pasaron muchos años y apenas me hablaba con él. Yo había decidido tomar distancia. Tomar distancia de él y de las cosas de su vida.
Pensé en decirle a mi viejo, que fuéramos a ver a Rodolfo internado, pero no, no quise, o no me animé. Me fui solo para el Instituto Central del Corazón. Me sentía un poco ridículo, desubicado, pero algo me impulsaba a hacerlo, algo desde lo más profundo de mi ser. ¿Qué cuernos le iba a decir? No sabía. O bien no había que saber nada. Yo quería verlo, saber que se había salvado, que no se iba a morir. Entré en la habitación y estaba leyendo una revista. Cuando me vio abrió los ojos inmensos.
¡Santi!, exclamó.
Me acerqué, le puse una mano en el hombro, le pregunté cómo estaba. Me dijo que no esperaba que yo, justo yo, fuera a verlo. Me contó que estaba mejor, que había tenido un infarto pero que se había salvado porque le pudieron destapar la arteria a tiempo. Entonces me quebré, me quebré y me puse a llorar. ¿Por qué había estado yo tan enojado con mi viejo?, eso me pregunté, en ese momento. Me salvé, me dijo Rodolfo, destaparon la arteria a tiempo y me salvaron. Voy a andar dando vueltas un tiempo más, dijo y sonrió. Yo con el dorso de la mano me sequé las lágrimas y sonreí también.
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