LA MARIMORENA
Siendo aún niña le llegó el sobrenombre. La maestra Julia fue la culpable. Creía necesario diferenciarla de la otra María Rodríguez –rubia y de ojos azules-, y con este fin comenzó a llamarla a ella María la Morena. Pasaron los años, y sabrá Dios por qué razón, sustantivo y adjetivo se fundieron para formar el alias definitivo: Marimorena. ¡Ironías de la vida! Porque nada tenía que ver el alias con su naturaleza verdadera. Jamás buscó peleas. Todo lo contrario. Prefirió siempre resignarse a perder antes que enredarse en mezquinas disputas por conseguir algo.
“Tal vez haya sido esa fobia mía a las discusiones la principal causa de mi pobreza” –pensaba ahora sentada ante el espejo manchado de tiempo, que constituía la única decoración en la pared de su cuarto-. “La tía Carmelina me lo dijo muchas veces antes de morir: Nada consigue en la vida la gente buena. Del bueno al comemierda lo que hay es un paso, y recuerda que a quien se hace de miel, se lo comen las hormigas”.
¡Cuánta razón tenía! -exclamó en voz alta, y le vino a la mente la imagen de Roberto, el único hombre a quien había amado, y que tan mal se portara con ella. Cuando comenzó a alejarse, lo buscó una y otra vez, imploró, lloró, hasta que en un arranque de ira, él le gritó que estuvo con ella sólo para ganar una apuesta, y que en su vida había besado muchos labios de mujer, y también algunos labios de hombre, y jamás tuvo que tragarse un aliento más agresivo que el suyo…
La semana próxima sería la fiesta del trabajo. María se desesperaba pensando en que todas las muchachas llevarían tacones y vestirían con elegancia. Ella en cambio, tendría que ir con sus trapos, tantas veces lavados y puestos al sol; y aguantar las burlas encubiertas de las demás, cuando se fijaran en los huecos de sus únicos zapatos, por donde amenazaban escapar los dedos chiquitos.
De pronto, su vista se detuvo en el librero que reflejaba el espejo, y especialmente en el lomo apolillado de su libro preferido. Los ojos se le iluminaron, y una sonrisa de triunfo le floreció en los labios.
-Ya sé lo que haré. Lo mismo que Scarlet O’Hara en su peor época. Me coseré un vestido con las cortinas de la sala. Ese color vino es bonito, y aunque la tela es bastante gruesa, aguantaré el calor. Total, la fiesta sólo dura algunas horas.
Esa misma noche comenzó la faena. Buscó una revista “Hola”, y copió el diseño de un traje de Rocío Jurado –que aparecía en una foto dando un concierto en la Plaza de Toros de Madrid-, aunque obviando –por no ser necesario- el espacio de las tetas. Sólo tenía hilo verde, pero dando puntadas bien finas, tal vez no se notara. ¡Y qué casualidad! En el cofre que dejó la tía Carmelina había unas cuentas de un antiguo collar. El color era el mismo que tendría su vestido. De unirlas con un hilo, entonces ya estaba lista la prenda que luciría en el cuello.
Por fin la fiesta. Echaron las computadoras a un lado, y las mesas que antes las soportaban fueron llevadas al salón principal. Las cubrieron con manteles blancos; y se sirvió el almuerzo. Congrí, lomo ahumado, ensalada de tomates y dulce de fruta bomba como postre. ¡Todo un banquete! Para beber, una cerveza “Cristal”. Sólo una, porque así más tarde, cuando se caldearan los ánimos, quedaría una reserva para apaciguarlos.
La Marimorena se sentó sola a una mesa. Buscó la más apartada para ocultar mejor sus zapatos, que para colmo de males, se habían trabado en la puerta de un camello, y como consecuencia, perdieron las dos correas de atrás. En la mano derecha apretaba un vaso plástico con cerveza. La izquierda la ocupaba en jugar nerviosamente con su collar.
En el salón varias parejas bailaban. ¡Cuánto hubiera deseado ella moverse con aquel ritmo! Pero no podía, y además, nadie la iba a sacar.
Justo al final de la canción de Isaac Delgado “No hay que llorar, que la vida es un carnaval….”, y cuando un silencio momentáneo se había adueñado del local, el hilo del collar –tal vez medio podrido- no resistió la presión de su mano, y las cuentas fueron cayendo al piso en un escándalo provocativo. Las cabezas se volvieron, las bocas de abrieron, y las carcajadas salpicadas de alcohol brotaron estentóreas de todas las gargantas. Algunos se ofrecieron para ayudar a recogerlas, pero era simplemente un pretexto para burlarse aún más. No sólo comenzaron a entregarle cuentas a la turbada Marimorena, sino también granos de frijoles derramados en el piso durante la comelata.
Los ojos se le humedecieron. Agarró su jaba de nylon donde había echado un pedazo de lomo para asegurar la comida de por la noche, y discretamente abandonó la fiesta.
Cuando salió a la calle, anduvo sin rumbo por espacio de unos minutos; y se sentó luego en el banco de un parque. Cerca, un grupo de niños jugaba béisbol con una pelota de trapo. En la esquina, un viejo registraba en el tanque de la basura. Iba sacando desperdicios de comida, y los echaba sobre una carretilla.
“Debe tener algún puerco –pensó la Marimorena-, porque no creo que se vaya a comer eso”.
Cuando el porquero terminó su labor, arrastró la carretilla, y vino a parquearla justamente a su lado. El hedor hizo que la Marimorena arrugara el rostro en un gesto de asco, y se desplazara hasta el otro extremo del banco.
El ignoró su rechazo. La miró fijamente, y quitándose el cabo de tabaco de entre sus dientes podridos, dijo:
-Disculpe que la moleste, señora. Pero tenía que decirle que tiene usted unos ojos de reina….
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