Aprisioné tus senos en crepúsculo ardiente
cuando las horas eran cascada de rumores
besé tu rostro fresco y estreché cual serpiente
que a la rama se ciñe, tu cintura de flores.

Luego, temblando todo, desnudé por completo
tu elástica figura, erótica y sensual
donde calladamente permanecí sujeto
romántico, anhelante, silente, espiritual.

La tarde era de rosas, tu piel era de seda
cuando trémula fuiste, gloriosamente mía
como lo fue de Zeus mitológica Leda
con las piernas al viento mientras el sol moría.

Tanto quererte, tanto, para hoy arrepentida
salir con que tus piernas no volverás a abrir
porque tu pensamiento burgués y moralista
te atormenta con dudas, martiriza tu vida
y prefieres —impune— frescamente partir.

¡Ni modo!
Que el Espíritu Santo sea el guardián de tu nido
para que así conserve su olor de santidad
que te embriague la gloria de un placer contenido
y en las húmedas noches, con el ansia de amar
se te oprima en el pecho un llanto no vertido
y nunca más encuentres ya qué pitos tocar.