Lejos de haber llegado tarde, pieambulaba cabizbajo los jardines, los arcoviejos portones herrumbados nutridos de verdes cloroplastos de un tocar grenetinoso, y eso cuando el clima fotosintético era pleno y el sol babeaba extendiendo su lengua todo el largo del ocaso. Si no, igual cabizbajeaba, pero en tonos más o menos grises o de cierta azularidad en las horas del día más tempranas. Lo cierto es que en un mismo lugar y a una cierta misma hora lo encontraba yo en mitad del transcurso de su diariandanza, aunque, de ser sincera, he de decir que nunca cabialzó una mirada a mi persona, quizá —para empezar— porque mi persona no era ni tal persona sino, más bien, un artífice de pantera en mitad de medio parque. Y siguiendo con la sinceridad de este día, diré también que en esa condición, no solo petreocefálica sino totalmente marmocorpórea, me era imposible a mí cabigirar hasta su encuentro, de modo que, si no fuera él mismo quien se cruzandaba por mi enfrente, también resultaríame imposible lo de ver.

Yo lo miraba pasar completamente retraída, así que éramos como dos introspecciones impactándose entre sí. Pero tal vez solo yo, porque en él no había certeza de mi existencia, y si la había era de lleno con un noante interés. Yo lo veía pasar platicando consigo mismo o tal vez dialogando con su propia muerte. Altoparlaba a veces y en otras con voz muy baja. Casi siempre su voz era un murmullo, sin embargo yo lo que recuerdo es lo otro: su voz clarifuerte y sonante; porque pasaba y yo esperansiaba ese paso, pitoimportándome que fuera de solo un segundo, ya que siempre había algo de eternidad en su instante.

Y se contraexpandía y se resumaba y rezumaba su altoparlaje, aunque solo por un momento, porque se iba para volver, mientras yo practicaba la espera. La espera de su cabizbajo paseante con voz a veces sonante: "El uno total menos plenicorrupto nones consentido apenas por el cero". Y así esperaba aquella revelación ignota de su voz, su canto transmutado en mágico lenguaje incomprensible, porque yo, he de admitirlo, preexistía esculpida en material analfabeta.

Por eso es que esperaba su reaparición transpuesta en los contornos de lo cotidiano, su alta figura envuelta en negro aridandante. Lo esperaba solo por oírlo decir: "El no inóvulo [ ] el no nonato [ ] el noo", y sentir en su conjuro anonadado algo de verdad suprascendente que daba cuenta de todo y de mí misma.

Y aprendía a repetir para mí "son los transfondos otros de la inextremis médium"; a comprender a /mis muertos y revivos yoes siempre siempre yoyando/; a imaginarme el agua hecha caballo antes que nube o lluvia. Aprendía a entender su lenguaje y repetírmelo a mí misma, a llenarme de caleidostropos de alegría y tristeza, la sorpresa circunspandiéndose al pasmo, plenitoda de sentires retractábiles y de su voz reconsonando en mis entrañas. Pero aprendí sobre todo la innatura del amor andante, constante cabizbajear al paso de jardines por mi enfrente; aprendí el amor, aprendí a amarte a ti como al dios creador sobre todas las cosas, con mi cuerpo de fémina felina, y amarte como al hombre, la mujer que nunca era, yo por siempre para ti.

Pero lo que nunca aprendí fue alzar la voz más allá de mi estatura. Llegar a tu sonoritividad para que escuchases de mí, tu alumna pródiga, el cantante himno a tu diariandar. Y quizá fue por ese, mi silencio (el maldito), que nunca cabigiraste ni una sola vista hacia mí. Ni siquiera aquella tarde, la última, cuando aún no lo sabía pero no habrías de volver al día siguiente ni al siguiente ni aun después, retirándote al sitio más oscuro y arrinconado de tu eternidad, y olvidándome a mí, de la que tal vez nunca te enteraste, con mi constante eco de sonidos apagados, destruyendo poco a poco mis entrelarañas, pero con la certeza absoluta en mi desgracia de un permanecer inerme hasta que el lento desgaje de tu olvido me devuelva al apacible estado de mi pétrea desnudez.