Salí al patio a sentir el sol en mi piel, estaba cansado de fregar ollas escondido en la cocina, y dado que el resultado no dependía de donde estuviera sino del esfuerzo que le pusiera al friegue decidí salir a la patio a fregar en un lugar mas comodo y bello. No era muy bello la verdad, un automovil viejo, maleza a penas cuidada, unas 12 o 13 piezas en una casa de clase media transformada en un sitial de conventillos; en pocas palabras una pensión llena de drogadictos, estudiantes y filosofos que, para este caso, vienen a ser lo mismo.
Justo cuando terminaba de contemplar lo que nadie en su sano juicio llamaría jardín, me encontré con un pequeño caracol que se movía sin prisa, me detuve a mirarlo largo rato. Lo recorrí completo con la mirada, su piel atigrada y texturada, como diminuto cocodrilo blando, sus antenas que buscaban y buscaban algo que no lograba descifrar, afanoso levantaba sus ojos de punto sobre su concha. Tambaleandose lo ví acercarse a una piedra pasando sobre ella, dio un par de zancadas mas, dio media vuelta y se dirigió raudo bajo un pasto, yo lo miraba asombrado, mi olla ya estaba puesta en el suelo, mis manos secas y mis rodillas dolían de tanto estar en la misma posición pero mi corazon rugía de asombro al verlo volar a su pausado ritmo mientras retornaba lentamente a su piedra inicial, no por la misma ruta por supuesto, sino atravesando y sobrepasando otro promontorio, algo mayor que la primera, se estiraba majestuoso y olímpico, estirando un cuello que no terminaba nunca sino hasta en su cola haciendo grandes sacudónes, allí dentro -pensé- su gran casa ha de haberse desordenado completa, sus tazas de caracol, sus cuadros de amigos queridos, su colección de paraguas y estantes llenos de libros han de haber ido a parar al suelo con tal remezón. Pero al caracol nada parecía perturbarlo y luego de bajar de tan alta cumbre, se dirigió sinuoso a conquistar nuevamente su piedra primera.
Estaba yo instaladísimo, ya sentado en el suelo, descalzo y con el sol a mi espalda, con una mano comencé a jugar a la luz y la sombra, creando para él eclipses de sol brevísimos y caprichosos.
En plena contemplación me golpeó esa pregunta inmensa en el preciso momento en que el caracol parecía apuntar uno de sus ojos hacia arriba, no hacia mí directamente, sería mentirles con afanes narrativos, pero con sus ojos estaban claramente dirigidos hacia el cielo mirando lo desconocido, fue tanta su quietud que me dio curiosidad y me di vuelta a contemplar un inmenso y doloroso sol, con un sequito de sensuales nubes gobernando el cielo, y no pude contener la risa, al pensar lo ridículo que era yo, mirando al cielo cual caracol, sin si quiera imaginar que para mi había otro Alfonso y otro Alfonso y otro Alfonso, que sucesivamente voltearían para mirar sus cielos buscando lo invisible, ese espacio de curiosidad contagiosa que hace que todo el universo se mueva y se maraville. |