CONFIDENCIA

El día que murió Carlos, hermano de más edad que mi madre, la mañana despertó lacrimosa, quitando el entusiasmo a los penachos de flores rojo-bermellón que engalanaban el portar de la que había sido su magnifica vivienda. En tanto mi madre, compungida en la sala de la casa, daba gritos, aclamando con desesperación, el nombre del hermano que lo había sido todo para ella, desde aquella tarde inolvidable cuando fueron abandonados al azar por su madre, bajo la súplica de un hijo – un muchacho – que a partir de ese momento asumiría responsabilidades de un hombre.

Ella, recordó con nostalgia, aquellos días, cuando la ilusión se empotraba en su sueño, pletórica de felicidad, acariciando un mañana venturoso que le devolviera su sonrisa impecable al lado de su madre. Anhelaba con desdén, volver a transitar el camino junto a él, donde en medio de la soledad encontró refugio y fue su confidente primordial para confiarle sus secretos íntimos de muchacha enamorada de la vida que, pasaba en ese momento frente de ellos con su traje rojo, conquistando sus deseos primaverales que querían escaparse volando como palomas mansas queriendo hacer sus nidos.

Su cara bañada de lágrimas, al observar el cuerpo sin vida de su hermano, era un libro abierto, donde se podía leer la desesperación y la agonía que se deslizaba por cada uno de los hilos de sus venas, queriendo estallar y surtir en borbotones, empañando de rojo sus manos crispadas, aferradas como fuertes tenazas de aceros al féretro.

La mañana simulaba la tristeza, el dolor que enzarza los corazones y como un cuervo descarnado se posa en los ojos bebiéndose la sonrisa. Mientras la lluvia con sus tintineo prolongados sobre el zinc, se tragaba el llanto de los familiares afligidos. Dando voces, gritos lacerantes, estentóreos, sollozos que se deprimen al salir y los quieren ahogar, al estallar como géiseres humedeciendo la desolación que empañaba el momento, la caída de las almas, efluvios de la alegría que se pierde al expeler el último hálito de vida.

Atrás quedaban los sueños y los recuerdos, las noches, cuando las luciérnagas con sus flash de luz intermitentes fotografiaban desde el cielo su vivienda, enclavada como un fantasma en medio de la noche. Los ladridos de los perros asustaban al confundirlos con aullidos de coyotes que viajaban como meteoritos de un lado a otro de la montaña y, las estrellas revoloteando ligeras entre copos de nubes, se agolpaban trayendo ideas sueltas a sus pensamientos de ensueño.

Las lágrimas como ríos hinchados surtían en sus caras, mientras las horas avanzaban acercándose el momento de la despedida, que lo llevaría a la que sería su última morada.

Entretanto yo, espectador traumado, solazado en mi pensamiento, disolvía la mirada, observando con tristeza y gran pesar, el féretro que contenía los restos mortales y la expresión alterada de todo el cuerpo de mi madre, queriendo irse con él, para acompañarlo en su partida de éste mundo.

JOSE NICANOR DE LA ROSA.