El mundo… infinito, eterno, maravilloso. Hoy el mundo me abre sus brazos, con la brisa del viento calma mi dolor, con la luz de la luna cobija mis lágrimas, con la lluvia lava mis heridas.
El mundo me muestra sus caminos, me brinda paso a lugares desconocidos. Pretende darme aventuras para hacerme olvidar. Mi cabeza estalla sin encontrar rumbo. El camino es mi hogar, mis pies son mi vehículo. La noche es mi fiel compañera de largas horas de tristeza.
Aunque el mundo me brinda todo y me atrae en la infinidad de sus mares, también me intimida. Qué habrá más allá de mi rutinaria vida? Si no voy, nunca lo sabré. Aun así, no me animo… el mundo me estira su mano y me promete que nada malo pasará, que no debo tener miedo… aun así, no puedo. Algo me aferra a este lugar, algo o alguien, no lo sé o no quiero saberlo.
Mi indecisión va más allá del temor… mi indecisión tiene nombre y apellido, unos ojos verdes y un lunar en su mejilla. Esa indecisión que me atormenta es la misma que no me permite abrir mis alas, abandonar mi dolor. Me arrodillo en silencio, entregada y devastada, una lágrima comienza a caer.
El mundo me está observando, se apiada de mi dolor… vuelve a estirarme la mano, otra vez, me promete que no me hará daño. Pero… cómo creerle? El mundo me pone de pie, levanta mi cabeza y me dice: “no sé qué encontrarás más allá del horizonte, lo único que te aseguro es que tu pena se va a marchar”. Y yo, con los ojos vidriosos le dije: “entonces dame la mano y vamos”. Y me abrí paso al mundo, confiando que él sanaría mi dolor y borraría mi memoria.
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