AMOR DE CAMELLO
-¡Ay, alguien muy cercano a mí se va a morir en estos días! -dijo de pronto Leonardo dejando oir su voz como una queja, y hundiendo su mirada de ojos burlones en algún punto de la noche anterior-. ¡Soñé que se me caía un diente! ¡Eso es un mal presa¬gio!
-¡Por Dios! -exclamó temeroso su amigo Rogelio sentado frente a él, y cerrando el puño tocó tres veces la madera de la mesa-. ¡Qué no sea yo! ¡Tú sabes el terror que le tengo a la muerte!
-Pues deberías entonces aprender a tocar madera -intervino Iluminada sin dejar de columpiarse en el sillón de mimbre, y aumentando el ritmo con que movía su abanico agregó: -¡La madera se toca siempre de abajo hacia arriba!
Se volvió luego a Leo¬nardo, y con el dejo de ironía que invariablemente fluía en cualquier conversación entre ambos preguntó:
-¿Seré yo la muerta, mi vida? ¿No pudiste verle el rostro?
-No, mi santa. No te preocupes. Tú por ahora no vas a morirte. El muerto era un hombre -respondió él en su mismo tono-. ¡Con lo que tú comes vas a vivir al menos cien años!
-¡Cualquiera que te oye! -protestó Iluminada ofendida-. ¡Tú sabes bien que yo apenas estoy comiendo por las tardes!
-A mí no me engañas con eso, querida. Tal vez Rogelito te crea porque te conoce menos, pero no olvides que en más de una ocasión te he sorprendido de madrugada atragantándote en la cocina... ¡Y eso sin contar las chucherías que debes tener engua¬cadas en cualquier rincón de tu cuarto! -dijo Leonardo, y po¬niendo un mohín de superioridad en su boca de labios muy finos, se levantó para servir la infusión que desde hacía media hora hervía en la candela.
Mientras tanto, Iluminada lo perseguía roja de ira:
-¡Eso no es cierto! ¡Ya empezaste la campaña de difamación en mi contra!
Era la tarde de un lunes. Afuera, el sol comenzaba su lento descenso en un cielo sin nubes, y una ligera brisa proveniente del mar sacaba notas musicales de los sonajeros de vidrio que pendían de las ventanas.
En el justo momento en que Leonardo regresaba con sus platillos y tazas humeantes, la aldaba de la puerta sonó con insistencia. Iluminada abandonó su cómoda posición, y con mucha parsimonia se dirigió a abrir.
La figura de José Luis apareció consternada en el umbral, y cuando Leonardo detuvo en él la mirada supo al instante que una desgracia iba a ser anunciada. Sin embargo, nada dijo. Esperó pacientemente a que el recién llegado abordase el tema.
José Luis ocupó asiento en el sofá, asió la taza con manos nerviosas; pero no parecía dispuesto a explicar la causa de su visita. Consciente de ello, y como si lo guiara algún impulso desconocido, Leonardo tomó la iniciativa. Mientras estiraba el pie para aplastar con la chancleta dos inoportunas cucarachas que temerariamente avanzaban por la sala, le lanzó la pregunta:
-¿Y Fernando?
José Luis separó entonces la taza de sus labios, y haciendo un gran esfuerzo para que las palabras brotaran, dejó escapar en un susurro lastimero:
-Lo mataron ayer.
-¿Qué tú dices? -soltaron al unísono Iluminada y Leonardo, mientras Rogelio abría desmesuradamente los ojos ante la noticia.
-¡Lo mataron ayer! -gritó ahora más fuerte José Luis, y comenzó a luchar inútilmente contra los sollozos.
-¿Pero quién, Dios mío? ¿Cómo fue posible? ¿Qué pasó? -preguntó angustiado Leonardo sin poder dar crédito a las pala¬bras que estaba escuchando-. Hace apenas dos días que hablé con él...
-Fue ese muchacho, tú sabes, el que lo visitaba últimamente -dijo José Luis con amargura-. El cuerpo está ahora en Medicina Legal. Mañana se lo llevan a su pueblo. Lo van a enterrar allá.
-¡Si me hubiera escuchado! ¡Cuántas veces le dije que ese muchacho no servía! -se lamentó Leonardo, y abrumado por el dolor se dispuso a escuchar la historia que atropelladamente comenzó a contar José Luis.
Fernando encendió un cigarro, colocó un cassete en la grabadora y se tendió en el lecho a releer la nota. La había encontrado en la mañana al abrir la puerta, luego de una larga noche de bebidas y malos amores.
“No dormiste aquí. Te vas a arrepentir hijo de puta” apa¬recían desafiantes aquellas letras de trazo curvo sobre una hoja arrugada y sucia.
-Te estuvieron buscando ayer por la noche -le había dicho también el anciano Dagoberto en un tono de complicidad, inter¬ceptándolo cuando se disponía a ascender por la escalera de caracol que conducía a la puerta de su cuarto.
Dagoberto era su casero. Por ocupar aquel espacio colindan¬te con la imponente residencia del anciano, y que seguramente años atrás perteneció a alguno de sus sirvientes, Fernando se desprendía mes a mes de buena parte de los ingresos que su profesión de psiquiatra le reportaba. Con ese dinero pagaba Dagoberto los innumerables gastos de la mansión en la que pasaba los días y las noches lamentando su soledad y recordando épocas mejores.
Fernando volvió a sonreir. El hecho de que los hombres se enamoraran fácilmente de él lo llenaba de satisfacción. Recordaba aún el rostro suplicante de José Luis cuando dos meses atrás le comunicó no estar dispuesto a continuar la relación que los uniera por años. Lamentó ser tan crudo; pero ciertamente había dejado de amarlo. Comenzó a preferir en cambio el sexo fácil, aquel que se encontraba recorriendo noche a noche las calles de La Habana.
Y fue precisamente en una de esas noches, en el turbulento pasillo de un camello y vestido de militar, cuando apareció Víctor. Sus miradas se cruzaron apenas unos segundos, pero ese tiempo bastó para que sacando provecho del reducido espacio de que disponían, Fernando se volteara y le diera la espalda. Víctor comenzó a rozarlo rítmicamente con su sexo, que iba creciendo en cada movimiento; y él teniendo el pretexto del bamboleo del vehículo se echaba hacia atrás para sentirlo mejor. El atrevido juego era imperceptible para el resto de los viajeros, quienes no veían nada anormal en aquella cercanía. Ellos mismos, aunque sin morbo, viajaban en circunstancias parecidas.
Víctor, respirando fuerte, deslizó la mano sobre sus glúteos y estuvo tanteándolo hasta que llegó su parada. Se apeó sin decir palabras, y sólo un rato después supo Fernando que el muchacho se había llevado con él todos los documentos que guardaba en el bolsillo del pantalón.
Se sintió humillado y miserable; pero esta sensación no lo acompañó más de dos días, porque al tercero Víctor hizo acto de presencia. Pidió disculpas, y le rogó que no lo tomara por ladrón. En aquel momento le pareció que sustraer sus documentos era la única vía segura para poder localizarlo luego.
A ninguno de sus amigos le pareció bien la nueva adquisi¬ción. Víctor era dueño de un carácter fuerte, y sus violentas reacciones cada vez que Fernando le daba motivos de celo, preocu¬paban sobre todo a Leonardo, quien no se cansaba de repetirle:
-¡Deberías dejarlo! ¡No me gusta nada ese tipo!
Fernando lo miraba sonriente, y con aire tranquilo respondía:
-No te preocupes. Desgraciadamente para él, se ha enamorado de mí. Y en esta vida mi chino, no amar y ser amado es como una bendición.
-Pero Fernando, ese tipo hasta te ha golpeado. ¿Cómo lo permites?
-Es parte del juego. Y sabes, hasta eso llega un momento en que también se disfruta.
-¡Estás loco!
-Tal vez -bromeaba Fernando-. Todo el día lo paso entre locos. Algo debe habérseme pegado.
Cerca de las once de la noche tocó Víctor a la puerta. Lo hizo con fuerza, como si quisiera derrumbarla con el puño. Nada más con verlo Fernando pudo darse cuenta de que había tomado.
-Pasa, cariño -dijo.
-¿Dónde estabas ayer? -sonó autoritaria y a modo de saludo la pregunta de Víctor.
-Por ahí -respondió Fernando con indiferencia.
El rostro de su amante comenzó a adquirir una tonalidad rojiza.
-¡Eres una cochina maricona de la calle! ¡Eres una puta! -gritó fuera de sí, y lo empujó con violencia contra la pared-. ¡A mí ningún maricón me hace esto!
Fernando no perdió el control. Burlonamente dijo:
-¿Podrías hablar más bajo, querido? Dagoberto no tiene por qué enterarse de tu histeria.
Y en efecto, en ese justo momento el anciano mandó a callar a Patroclo, su perro “doberman”, que no paraba de ladrar en la cocina. Escuchó voces altas, pero como ya estaba habituado a estos altercados, suspiró con envidia y continuó leyendo en la sala.
El comentario enfureció aún más a Víctor.
-¡Te voy a matar! -dijo, y tomando el bate de beisbol que comprara Fernando el mes antes para su sobrino, se abalanzó sobre él.
Fernando, movido quizás por alguna equivocada lección de psicología pretendió detenerlo con una sonrisa, sin darse cuenta de que ya el pesado objeto lo golpeaba secamente en la cabeza. Cayó al suelo en un estado de semi-inconciencia. Pero la venganza de Víctor no estaba aún completa. Lo arrastró por los hombros hasta la cama, y luego de amarrarlo a los travesaños de hierro de la cabecera, le colocó un pañuelo en la boca a modo de mordaza. Pacientemente esperó a verlo despertar. Tomó entonces el cuchillo embadurnado aún de pepino del fregadero de la cocina, y haciendo ademanes con él para verle el sufrimiento en los ojos lo tanteó como a los cerdos hasta encontrarle el corazón. Con lenti¬tud, como si lo disfrutara, comenzó a hundir la hoja mellada en el cuerpo indefenso, y sonrió complacido ante los estertores que marcaban para su amante el camino a la muerte.
Cuando la sangre comenzó a brotar, y ya no quedó asomo de vida en su víctima, Víctor palideció de espanto.
-¡Dios mío! ¡Qué he hecho! ¡No pueden pensar que fui yo!
Y rápidamente una rara idea acudió a su mente.
-¡Tienen que pensar que fue para robarle! ¡No pueden vincu¬larlo conmigo!
Abrió los dos maletines polvorientos que guardaba Fernando encima del escaparate, y se dio a la tarea de llenarlos de ropa. Salió con ellos procurando no hacer ruido, pero los ladridos de Patroclo volvieron a llenar la madrugada.
Dagoberto se asomó a la ventana muy a tiempo para descubrir a Víctor que pasaba con su carga. Extrañado subió la escalera de caracol, empujó la puerta que había quedado abierta, y no pudo menos que lanzar un grito de espanto al descubrir el cadáver caliente de Fernando con los ojos fijos en la nada, la sangre cubriendo su anatomía, y el cuchillo clavado aún en el corazón.
Dos semanas más tarde, como si se estuviera cumpliendo cierta etapa de un ciclo, Leonardo repasaba sus poemas en la mesa de la sala, e Iluminada le hacía compañía.
-¡Anoche volví a soñar con Fernando! No consigo olvidarme de él -dijo con tristeza-. Era como si aún estuviera vivo.
-¡Fue una muerte tan trágica! No se merecía morir así! -comentó Iluminada moviendo como siempre su inseparable abanico.
El toque a la puerta los disgustó. Ninguno de los dos tenía ánimo para visitas. Dudaron un instante. Podían abrir, o senci¬llamente dar a entender con el silencio de que no se encontraban en casa. Se miraron en complicidad, y Leonardo, leyéndole tal vez el pensamiento y por llevarle la contraria, se encaminó a la puerta.
José Luis se veía ahora más recuperado. Saludó con un beso tanto a Leonardo como a Iluminada, e inmediatamente comenzó a hablar.
-Estuve ayer en la casa de Fernando -dijo-. Tenía pena con su madre. No la había visto desde el entierro.
-¿Y cómo está?
-¡Imagínate! No para de llorar, y menos ahora con lo que pasó en la tumba...
-¿Qué pasó? -lo interrumpió Leonardo intrigado.
-Pues que hace tres días, cuando ella fue como de costumbre a ponerle flores frescas, encontró la lápida abierta.
-¿Abierta? -fue ahora Iluminada quién intervino.
-Sí, abierta. El cemento con que la sellaron estaba profa¬nado. Y alrededor de la abertura pululaba una nube de moscas.
-¡Qué horror! -exclamó Iluminada sin poder contenerse-. De seguro alguien la abrió para robar... Eso hoy por hoy parece ser una costumbre. Al cementerio de aquí de La Habana lo tienen igualmente saqueado.
Leonardo no dijo nada. Miró fijamente a José Luis, y en la estrechez de sus labios pareció dibujarse una extraña sonrisa.
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