| “El secreto de una buena vejez no es otra cosa
 que un pacto honrado con la soledad”
 Gabriel García Márquez
 
 En la soledad de mi vejez, me pongo a pensar
 en las pocas mujeres que amé, ninguna tuvo
 tatuado el nombre al aire, o el brillo de una alhaja
 pendiente del ombligo ni del labio. Eran tiempos
 lacónicos entonces. No había rosas rojas
 al sur de alguna espalda, ni brazos con espinas
 y cóccix estampados con negros ideogramas,
 ni ángeles ocultos y terribles dragones
 en una pubis de trigo dorado por el sol.
 
 Las mujeres tenían cierto aire de tragedia
 romántica del siglo de los yuppies. Estaban
 al acecho de todo posible candidato
 a ser "El buen partido", un hombre de negocios
 con éxito y futuro, e ilustres apellidos
 para dar a tres hijos pesados y a una hija
 que tuviera el encanto y la gracia de su madre.
 
 No llevaban tatuajes visibles, ni lucieron
 un piercing de orgulloso y pulsante desafío.
 Sus marcas eran otras, más hondos los estigmas
 grabados en sus médulas con agujas violentas
 y tintas minerales que no fueron capaces
 de quitar con la pócima amarga de la vida.
 
 Era tiempo bruñido en azúcares de plomo
 el que lastraron. Ellas buscaban imposibles
 amores cristalinos en barras de caoba,
 en salones del tedio o abajo de las sábanas
 en tránsito hacía el día, igual que las muchachas
 que muestran sus diseños al viento que destrozan
 sus pasos de pantera, y miran con el ímpetu
 tribal de su artificio los ojos inyectados
 de príncipes efímeros.
 Las mujeres que amé
 se aherrojaron con otros, inscribieron alianzas
 en sus dedos nupciales, y tatuaron sus almas
 detrás de unos postigos con lentas hipotecas
 de un sueño que agoniza en alcázares en vela.
 En su piel hay dibujos de la máscara Revlón
 antiarrugas, de pobres resultados y ricas
 fragancias de algo tenue y etéreo, humo de orquídeas,
 vapores de borgoña, gotas de girasol
 que dejan al salir del cautiverio.
 
 
 
 |