Después de muchos años volví a verla. Ya no era la misma. Es que, que como a mí, los años también le han pasado, y en su paso le fueron dejando huellas. Estuve un largo rato frente a ella, tal vez… tal vez esperando que me reconociera… que guardara, en algún rincón de su memoria, algo de ese tiempo que compartimos.
Pero no. Ninguna señal en su frente me dio indicios que de mi tuviera evocación alguna. Resultaba evidente que, desde mi partida, el olvido había ido tejiendo telarañas que borraron mi presencia.
Entristecido, guardando aún una última esperanza, atisbé con esmero cada ángulo de su figura, (en mi retentiva estaban todos) con el oculto deseo de ver que lo compartido en ella había dejado huellas.
Nada.
Mi adolescencia, pasada cada día juntos, no se prolongó en modo alguno hasta esos días. La ví mas vieja, descuidada, casi como si hubiera caído en el total abandono, una inmensa pesadumbre me fue invadiendo, pensando que tal vez ella, viera frente a si, una imagen semejante a la que yo, melancólico, observaba.
Tampoco la calle en que estaba era la que antaño era. Todo aquello que mi recuerdo atesoraba se había mudado.
De pronto, sentí el impulso incontrolable de acercarme y volver a acariciarla con mis manos, sentir su roce, recostarme en ella, como en esas tardes en las que, descansando mi espada a su vera, dejaba vagar mi mente imaginando futuros que nos encontrarían juntos. Pero no. Ya no era posible.
Ahora era ajena.
Respiré hondo, tratando de sacarme del pecho la desazón de encontrarla en otras manos, y aún en su dejadez, disfrutando de unas risas que mías no eran, y de algún modo me alegré por ella.
Caminé unos pasos y me volví a verla, la última mirada que de ella tengo, la que quiero borrar, para guardar la de mi adolescencia, esa que, cuarenta y tantos años atrás me llevé de ella, de mi casa paterna. |