Decidido, iré tras los pasos de Gengis Khan, de Tamerlán: Visitaré Samarkanda, Bujara, Khiva y algunas más.
Soy la única mujer que viaja sola, el resto del grupo, diez personas, lo hacen acompañados de sus parejas, amigos o amigas pero pronto hago amistad con dos madrileñas que viajan juntas. Las tres nos sentimos a gusto desde el primer momento.
En realidad, un amigo se había ofrecido a venir conmigo ante la extrañeza por su parte de mi decisión, costase lo que costase, de ir a ese remoto lugar. Hizo las diligencias para acompañarme, pero al final su chica había programado ya otro viaje. Donde hay amores no mandan amistades.
Fue lo mejor que me podía pasar, quería estar sola, evadirme, huir ¿Pero de quién? No me daba cuenta, no quería dármela, de que mi huida no tenía ningún sentido. Huía de mi misma, de mis pensamientos, de la manera en la que estaban ocurriendo cosas muy nuevas en mi vida, tan nuevas, que eran desconocidas y me superaban. No sabía cómo manejar la situación, dejaría pasar el tiempo y que éste hiciese su trabajo, deseaba que cayera sobre mi cómo una ducha purificante, que arrastrase mis dudas llevándolas tan lejos como alcanzaran las aguas en busca del río, del mar, o que se las tragase la tierra.
Samarkanda, me gusta ese nombre es muy sonoro, quizá porque contiene muchas aes. Se llega desde Bujhara después de un largo viaje en autobús atravesando el desierto de Kara-Kun, arenas rojas, arenas negras y polvo, mucho polvo en sus caminos que contrastan con el verdor, casi lujuriante, de las grandes avenidas , heredadas de la antigua URRSS, y parques repletos de frondosos árboles bajo los cuales puedes ver grupos de hombres jugando al taule, subidos en una especie de sofá sin cabecero, solo dos soportes, a derecha e izquierda semejantes a los de una cama, una alfombra lo cubre sirviendo de escaso colchón sobre el que se sientan en cuclillas, la mayoría de las veces, otras en la postura de Buda.
Tengo sensaciones que chocan entre si, a veces, la mayoría de ellas desearía que mi amigo me hubiese acompañado para disfrutar de esta ciudad, de cada belleza que encuentras en sus necrópolis, madrasas, karavanseray . Todo es azul y verde, los eternos colores del Islam, bóvedas repletas de salmos coránicos adornan estos edificios.
Cierro los ojos, y me imagino al gran Tamerlán entrar a golpe de caballo por las calles y plazas de Samarkanda, repletas de vendedores, comedores al aire libre. Habría putas para la tropa, putísimas refinadas, envueltas en seda de la China, para los capitanes y para Tamerlán el pueblo entero: Soldados, gente civil, poetas, pintores, ebanistas...Todos a disposición del gran caudillo de la planicie centroasiática. Ahora estoy en medio de toda esta historia y en medio de la espectacular plaza de Registan abarrotada de gente: Familias enteras, ancianos charlando y muchos jóvenes, estos días son festivos y todo el mundo viste sus mejores ropas. De entre la multitud que está encantada con que le hagamos fotos, un grupo de estudiantes nos hacen preguntas unos en inglés y otros en castellano y, de repente, se planta delante de mi uno de ellos, Ibrahin que toma mi mano y escribe su nombre en mi muñeca. Quiere que le escriba el mio en la suya, me da las gracias y de repente me lanza una frase que me dejó sorprendida, ¡Madame, beautiful madame! Lo novedoso siempre atrae a los jóvenes , y nosotros éramos esa novedad.
Te echo de menos en los escasos momentos de soledad en la habitación del hotel, te recuerdo en cada cosa que miran mis ojos. pensaba que este viaje me serviría para ir olvidando, pero no ocurre eso; vienen a mi mente los ratos que hemos pasado juntos, ahora en estos momentos estoy recordando la frase de Hassan Sabbah: Nada es verdad, todo está permitido... Recuerdo muy bien cuando me la dijiste. Estas tierras me traen a la memoria que por aquí anduvo y no muy lejos tenía su fortaleza, desde donde dirigía sus ataques.
Me he creído esa frase para tranquilizarme, haciéndome creer a mi misma que todo está permitido.
Estamos muy cansados, hay tantas cosas hermosas y desconocidas, que aun están por ver ,así que, decidimos hacer una parada que nos sirva para recuperar fuerza y respiro. Pido un té y me tumbo a la larga sobre uno de esos sofás que puedes encontrar en cualquier sitio público, cierro los ojos y no recuerdo nada hasta que me despiertan para continuar la marcha hacia otro lugar. El té se había enfriado pero, aun así, lo bebo de dos sorbos.
Seguimos el viaje por otras ciudades, pueblos, aldeas perdidas en esta planicie desértica, el polvo de los caminos se ha ido acumulando en mis botas, que tienen adherido el de otros lugares. No me gusta limpiarlas, las guardo como están, al volver a casa disfruto, sabiendo que contienen restos de cuatro continentes, esto me sugiere que una parte del mundo está conmigo. Me produce cierto apego, quiero pensar que me llevarán de vuelta al sitio que les indique, cómo la alfombra voladora de Aladino. La magia llega cuando la invocas.
Es el momento de finalizar el viaje, y comienzan las despedidas, algunos quedamos en comunicarnos para una nueva experiencia, intercambiamos nuestras direcciones y comentamos algo sobre esa tierra con tanta historia, que daría para repetir.
Las chicas de Madrid tienen en proyecto un viaje a Etiopía, eso me pone los dientes largos.
Aterrizamos en Estambul, unos tomaran vuelo a su lugar de origen, otros se quedaran algunos días para disfrutar de la ciudad ¡Qué contraste con Samarkanda, la silenciosa! El aeropuerto es un cáos, pero me resultó fácil encontrar la zona de transito a Madrid, cuando estuve a salvo del bullicio, busqué donde tomar un café, en uno de esos enormes vasos de cartón, que te sirven en los aeropuertos de todo el mundo, por lo menos encontré mesa y silla para poner en orden mis cosas, lo primero consultar si tenía algún mensaje, y, si, había unos cuantos. Uno de ellos muy especial, era de mi hijo pequeño y decía: Soy padre.
Estambul, mayo 2010.
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